sábado, 3 de junio de 2017

LA RELIGIÓN EN VOLTAIRE (II)



RUPTURA Y LUCHA CONTRA LA RELIGIÓN      ESTABLECIDA
La religión, cualquier religión, no lo olvidemos, es la respuesta del hombre a Dios. Como respuesta, es obra o creación humana. Sus manifestaciones, por tanto, participan de los defectos inherentes a los productos humanos. Contra estos defectos -que en la Iglesia de aquella época no eran pocos ni pequeños-era contra los que se ensañaba Voltaire. Era contra la Iglesia institucionalizada/organizada de su época, no la religión en cuanto tal. Muchas de sus críticas son, de hecho, meras denuncias de las lacras de aquella Iglesia, que se carac­terizaba por el uso teocrático que hacían sus representantes del poder.
Fanático de la libertad de pensamiento, la tolerancia religiosa y la justicia social, se alzó contra todos los sistemas de pensamiento y los poderes constituidos, que socavaban e impedían la emergencia y el ejercicio de esos derechos. El poder/institución en el que creía ver encarnados los mayores obstáculos para la implantación y florecimiento de los nuevos valores, que él propugnaba, era la prepotente Iglesia de aquel entonces y en aquella sociedad. De ahí que esta institución, a la que siempre vio como símbolo y fuente de fanatismo, despotismo e intolerancia, se convirtiera en blanco principal de sus furibundos ataques.
La obsesión de Voltaire fue siempre la libertad y la tolerancia. Por eso, se dedicó durante toda su vida a combatir el fanatismo y la violencia imperantes en su tiempo. Y los poderes que ejercitaban tanto el fanatismo como la violencia en su tiempo eran todas las instituciones que constituían y conformaban el orden establecido. No sólo era el estamento clerical y las personas relacionadas con la Iglesia, sino también los monarcas y la nobleza establecida. Iglesia y Monarquía eran los poderes omnipotentes que en aquella época mantenían el control total de la sociedad en todos los ámbitos de la realidad. Iglesia y Monarquía eran, por tanto, las instituciones a las que había que abatir. Así era en teoría, pero, no en la práctica. Porque, llevado por egoístas intereses personales, se atrevió a combatir mucho más el poder de la Iglesia, que el poder civil. Es más, durante toda su vida procuró arrimarse y cortejar incluso más a los príncipes y monarcas que al pueblo. Al parecer, galantear a la Iglesia, en su caso no era rentable; sí lo era, en cambio, y mucho, el cortejo a los príncipes y monarcas. Las armas más utilizadas por Voltaire en este combate ideológico fueron la ironía y el sarcasmo. El sarcasmo, ya se sabe, es la misma ironía, pero en su forma más mordaz, sangrienta y cruel.
La fuente de la que emanó su actitud vital y, por consiguiente, el origen y sostén de su pensamiento rebelde frente al orden heredado, nos la testifica Voltaire en aquella confesión de "Cándido": "il faut cultiver notre jardin: hay que cultivar nuestro jardín". En efecto, todo su pensamiento, arropado en forma de sarcasmo, giró en torno a la "humanización" del hombre. De ahí sus ataques a todos los sistemas de pensamiento, religiosos, políticos y sociales que, de una u otra forma, impidieran al hombre poder llegar a la plenitud de ser sí mismo.
Lo que a Voltaire realmente le interesaba era la dignidad de la condición humana, el respeto debido a cada hombre. Para lograr ese objetivo, se requería el reconocimiento y la aceptación de la plena libertad individual, de la igualdad de derechos de todos los hombres y, como consecuencia, de la fraternidad existente entre ellos; y, todo, por el mero hecho de ser hombres. La paradoja fue que, mientras exigía la libertad y la tolerancia a todos, en todo, y para todos, él se las negó a la Iglesia y a los judíos, mereciéndose por tal actitud el calificativo de hipócrita, con el que le han obsequiado no pocos de sus biógrafos.
En la novela "Cándido ", una de las obras más reveladoras de su pensamiento, Voltaire expresa claramente su postura religiosa en consonancia, precisamente, con ese humanismo que propugnaba. Su propuesta a favor del hombre la veía impedida bloqueada principalmente por la intolerancia de la religión de su tiempo. Por eso, el estudio que en esta obra hace de la evolución del hombre, a la par que le lleva a denunciar a la religión y el poder del clero, al mismo tiempo no deja de expresar una clara afirmación de su creencia en Dios. Un Dios -y ésta es, quizás, la singularidad-, que está presente en la naturaleza como entidad creadora y ordenante, pero no en la historia como ser actuante en el desenvolvimiento del ser humano. El deísmo es precisamente la creencia en un Dios fuera/lejos de nosotros, al contrario del Dios con/cerca de nosotros del cristianismo
Posiblemente excluyó a Dios de la historia humana, porque el Dios que de niño le enseñaron y que seguía predicando la Iglesia de su tiempo, era, en primer lugar, un Dios excluyente, pues sólo era Dios de los cristianos; no era un Dios universal, de toda la humanidad, como Voltaire lo pensaba. Ese Dios, por otra parte, no se avenía y armonizaba con la dignidad del hombre con la que él soñaba. Por eso, frente a esa religión revelada que, a su juicio, tal como se manifestaba en la actuación de la Iglesia de su tiempo, era una institución alicorta y antihumana, Voltaire quería "una religión natural sin dogmas, ni sacerdotes, nada coercitiva y con grandes valores humanos " (A. Díaz Cereceda). Una religión, en suma, cosmopolita - que incluyera a todos los seres humanos -, y profundamente humana.
Acorde con lo que venimos aquí sosteniendo, un autor de nuestros días afronta el tema afirmando que "la crítica volteriana a los inquisidores cristianos no involucra un rechazo a la religión, sino que está dirigida contra las acciones persecutorias, intolerantes, fanáticas que han ejecutado ciertos creyentes. Sus argumentos, si bien referidos al ámbito religioso, serían enteramente aplicables contra las prácticas de intolerancia política" (C. E. Miranda). Según este autor, el objetivo principal de sus ataques a los fanáticos e intolerantes "no era atacar a la Iglesia ni menos aún a la religión, sino más bien atacar los crímenes que en nombre de la religión se han cometido. Él se declaraba respetuoso de la religión, cuyas verdades no pretendía comprender, porque ellas sobrepasaban su capacidad de entendimiento y la de todos los hombres".
Precisamente por eso, porque Voltaire reconocía y confesaba la incapacidad propia y ajena para comprender las verdades de la metafísica y de la teología, condena a los fanáticos que, sintiéndose en posesión de estas verdades, y apoyados y movidos por ellas -convirtiendo, en este caso, su creencia en ideología-, recurrían a la fuerza del castigo, la tortura, la cárcel o la hoguera, para imponérselas a los demás. No es extraño que entre los promotores y actores de estas actitudes y acciones estuvieran los representantes de la Iglesia, que se creían en posesión de los dogmas religiosos y en la obligación de defenderlos a cualquier precio.
Aunque Voltaire no fuera ateo, ni luchara directamente contra la religión en cuanto tal, hay que reconocer que, como dice un autor, "dejó abierto un amplio cauce por el que discurrirán los filósofos de la Ilustración, los cuales convertirán su escepticismo en negación, su agnosticismo en incredulidad, su deísmo en ateísmo, sus restos de vago espiritualismo en grosero materialismo, su liberalismo en revolución y su relativa tolerancia en persecución sangrienta" (G. Fraile, Historia de la Filosofía, vol III, Madrid 1966, p. 888).
Carlos Valverde, a quien debemos el conocimiento de ese testamento, al ofrecérnoslo en la publicación antes citada, lo introduce con las siguientes pinceladas sobre Voltaire:
"Todos sabemos quién fue Voltaire: el peor enemigo que tuvo el cristianismo en aquel siglo XVIII, en el que tantos tuvo y tan crueles. Con los años crecía su odio al cristianismo y a la Iglesia. Era en él una obsesión. Cada noche creía haber aplastado a la "infame" y cada mañana sentía la necesidad de volver a empezar: el Evangelio sólo había traído desgracias a la Tierra. Manejó como nadie la ironía y el sarcasmo en sus innumerables escritos, llegando hasta lo innoble y degradante. Diderot le llamaba el anticristo. Fue el maestro de gene­raciones enteras incapaces de comprender aquellos valores superiores del cristianismo, cuya desaparición envilece y empobrece a la humanidad".

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