domingo, 11 de junio de 2017

EDUCACIÓN E INTERIORIDAD


Noli foras ire, in teipsum reddi; in interiore homine habitat veritas

No vayas fuera, entra en ti mismo: en el hombre interior habita la verdad.

San Agustín, De vera religione, 39,72

 

Normalmente,  cuando se habla de educación, se entiende la tarea  que lleva por cometido  desarrollar las capacidades humanas, tanto en el campo del conocimiento, como en el ámbito de los valores y de las destrezas. Todos estos objetivos escolares se procuran lograr por medio de la enseñanza y de la educación. El departamento nacional que, por encargo de la sociedad, lleva a cabo este cometido se llama, por eso, Ministerio de Educación.   

1.- Instruir y educar  

A pesar de que en no pocas sociedades suele darse una confusa equivalencia entre ambas funciones, los métodos y los objetivos de la instrucción y de la educación, en realidad,  son distintos. No obstante, aunque educación y enseñanza teóricamente respondan a tareas y dinámicas  distintas, en la práctica debe procurarse impartirlas conjuntamente/unidas . 

 Enseñar (docere) es instruir, es impartir/comunicar  conocimientos. Es ofrecer desde fuera los elementos o contenidos cognitivos capaces de hacer a una persona lo más sobresaliente posible en el mundo de los conocimientos. Su objetivo, por tanto, es desarrollar las capacidades intelectuales del individuo, con el fin de producir hombres/ciudadanos sabios o competentes en las diferentes ciencias y saberes. 

Educar, en cambio, como su misma etimología sugiere, es sacar (e-ducere) del interior de una persona las virtualidades o cualidades humanas que toda persona lleva en germen en su interior. En esta doble dimensión de la educación, que implica su etimología,  la de hacer aflorar y florecer la semilla que el educando lleva en su interioridad, hay que reconocer, como advierte Javier Cortés Soriano,  que “no se dará la segunda, el desarrollo desde el interior, sin la primera, una intervención externa que desde la aceptación incondicional del educando le llama desde la exigencia a nuevos horizontes vitales”.  

 
 Como decía ya Hesíodo, “la educación consiste en ayudar a la persona a aprender a ser lo que es capaz de ser”. No se trata tanto de ofrecer y de adquirir conocimientos, como de “aprender a ser” más persona, de crecer como seres humanos. Su objetivo  es desarrollar las virtudes o capacidades morales del sujeto -como pueden ser la generosidad y la honradez, el orden y la responsabilidad, la fortaleza y la sinceridad, entre otras-, llevando al ser humano a la mayor plenitud posible en su humanidad. Su finalidad es producir hombres-ciudadanos buenos. Entre los contenidos de esa educación están los  valores cívicos del respeto, la igualdad, la inclusión, el diálogo, la tolerancia y la solidaridad, sobre los que, en otro lugar y  momento, ya hemos hablado.

 En la distinción entre enseñanza/instrucción y educación/formación, se apoyan quienes defienden que, así como la instrucción es obligación y función de los poderes públicos o Estado, la educación es derecho y cometido de la familia. Ésta es la ideología subyacente de quienes  defienden a toda costa el derecho de los padres a escoger la educación de sus hijos. ¿Qué decir –de paso- sobre este derecho?  

Es incuestionable que el Estado no puede dar una educación opuesta a los valores de la propia  familia. Pero, tampoco puede cuestionarse al Estado el derecho y la obligación que tiene de enseñar  los valores compartidos entre los miembros de la comunidad estatal. Si el ser del hombre es ser ciudadano, es deber de la sociedad el inculcarle los valores que comparten los ciudadanos de su grupo social, con el fin de armonizar al individuo con su sociedad o grupo de pertenencia. Es la única manera de evitar el conflicto cívico  y de garantizar la paz social. Tampoco puede  privársele al Estado del derecho y obligación de educar a sus súbditos en aquellos valores que responden a los valores universales de los derechos humanos,  por ser estos derechos, valores que todos los seres humanos comparten y/o deben compartir. 
 

Cerrando la precedente puntualización, y retomando/reanudando el tema de nuestra reflexión, las tareas de enseñar y educar, además de responder a finalidades distintas, expresan acciones o dinámicas diferentes. La enseñanza, es una acción de fuera hacia dentro del individuo; la educación, en cambio,  es un movimiento que va de dentro a fuera. Pero, como ya se ha indicado, debe procurarse llevar a cabo ambas acciones simultáneamente en el individuo. La integración de ambas acciones está orientada a la producción de un hombre cabal o en la plenitud de su ser, tanto en el ámbito de la calidad humana, como en el campo de los conocimientos, pues una y otra buscan y deparan la formación integral de la persona.  

Acorde con lo que venimos diciendo, la acción educativa requiere en el educador el doble empeño y  habilidad de entrar en el interior del educando, y, al mismo tiempo, la capacidad o destreza para sacar de él las virtualidades humanas que lleva consigo en su interior. Tanto el entrar como el salir,  hacen referencia a la interioridad. 

Para mejor poder sacar las virtualidades que en germen lleva el individuo en su interior, esto es, para poder educar por y en la interioridad, es preciso buscar y contar con la colaboración del educando, pues no en vano el objetivo de la interioridad es llevarnos  a aprender a “ser” desde uno mismo. Es decir, aquí más que en cualquier otro aprendizaje, se precisa de la colaboración del sujeto en la propia educación. Se trata nada menos que de construir la mayor y más noble empresa humana, la empresa de la modelación del hombre. El discípulo debe adquirir y asumir la convicción de que la esencia y, por tanto, la verdadera consistencia del ser-hombre no reside tanto en las cosas externas, como en las que residen en su interioridad.  

2.-Educación e interioridad agustiniana

Como es sabido, la interioridad es una de las ideas nucleares del pensamiento de san Agustín. Es más, como ha escrito Julián Marías, “el gran descubrimiento, capital, de San Agustín es la intimidad”. Es un tema tan recurrente en sus escritos, que el santo es conocido en el  cristianismo  como el maestro de la interioridad. Y, como no podía ser de otro modo, también lo es para quienes se consideran continuadores de su herencia, tanto en la forma de vida, como en el legado  de su pensamiento. La interioridad, de hecho, es uno de los rasgos característicos de la identidad agustiniana. De ahí que está resaltada como elemento esencial en el Carácter Propio de los centros agustinianos 

San Agustín asumió en su filosofía educativa el método del aforismo griego γνθι σεαυτόν ( gnóthi seautón), en latin : “Nosce te ipsum: conócete a ti mismo”, porque, desde la antigüedad clásica,   ya estaba considerado como el método ideal para comprender y mejorar la conducta del hombre, y, como consecuencia, la misma condición humana, tanto en el orden moral como en el del pensamiento. 

Este empeño por recurrir a la intimidad, significa y se justifica por el hecho de que  el hombre sólo se conoce cuando recala en el fondo de sí mismo, cuando entra en el espacio íntimo de su conciencia. Únicamente desde el conocimiento y el correspondiente amor que proporciona al educador  esta introspección, le garantizará el cumplimiento eficaz de su función educativa – es decir, la de transmitir tanto  valores como  conocimientos- ante sus propios alumnos y ante los propios padres de familia. 
 

¿Por qué, en general, proponer la interioridad como método educativo? Porque la educación por y en la interioridad conduce a la producción de un buen ciudadano y, como consecuencia, a la creación de una buena convivencia o paz social. Produce estos resultados, porque comprenderse uno a sí mismo, es comprender también a los demás y viceversa.  El propio conocimiento, decía Agustín, me lleva al conocimiento ajeno, pues ”nadie comprende a nadie si no se comprende a sí mismo.¿Cómo conocer a otras almas, si se ignora a sí mismo?[1].Sólo de y desde este conocimiento, se pasa al amor de lo conocido, por aquello de que “nihil volitum, quin praecognitum: nada desconocido es amado”. 

Si el propio conocimiento, arrastra al amor a uno mismo, ese  amor propio puede y debe extenderse  al amor a  los demás, que participan de la misma humanidad. En efecto, esta autoconciencia  de que “soy hombre y nada de lo humano me es ajeno”[2], me impulsa o debe  impulsarme a tratar a los demás como yo quisiera que los demás me trataran a mi. No en vano desde muy antiguo viene el pensamiento cristiano –y aquí se trata, no se olvide, de educación cristiana- de amar a los demás como uno se ama a si mismo, o, en términos negativos, no hacer a los demás lo que no quieres que te hagan a ti.  Es evidente que el resultado de una tal actitud, generalizada entre los miembros de un grupo humano, no puede dejar de traducirse en la creación de una convivencia pacífica y armoniosa.
San Agustín optó por el método de la interioridad en la educación, porque  lo que a él  mayormente le concernía e interesaba era la educación cristiana, es decir,  aquella que intenta formar al individuo para la recepción y el desarrollo del mensaje cristiano, en el que Dios es el último referente. Y, en este sentido, como escribió M.F. Sciacca, La autoconciencia, así concebida, es el primer encuentro del sujeto con la verdad que lo constituye y lo trasciende, y analógicamente, y mediante ella, es también encuentro con Dios». Es decir, a través de la interioridad el hombre se conoce a sí mismo y , a través del propio conocimiento, se llega al conocimiento de los demás, y de Dios. 
El conocimiento del hombre me lleva también al conocimiento de Dios. La grandeza del hombre, para Agustín, está en ser un ser referencial. Referencial,  en doble  sentido. Por un lado, porque sólo con relación a Dios se  puede comprender cabalmente al hombre. Referencial, también,  porque el hombre es el camino más corto, directo y rápido para conocer a Dios.  El  santo llega a afirmar que, cuando se busca la verdad -y “el fin del hombre es indagar la verdad”-[3], lo que en realidad se busca es a Dios  a través de su imagen (imago Dei) [4], que es el hombre como intimidad, el hombre interior. En esta morada íntima habita  el Maestro interior, y es desde la que especialmente nos habla y enseña  Dios. 


Precisamente, porque la verdad que el hombre busca, sólo se encuentra en sí mismo, el santo no se cansa de recomendar:“no quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad”[5]. Esa verdad residente nos conduce sin remedio al encuentro de la verdad trascendente, la única capaz de saciar la inquietud existencial del ser humano. 
 
El lema de vida de Agustín fue el Noverim me, noverim te: que yo me conozca, y te conozca”[6]. Y la mejor y más rápida metodología para llegar, desde el propio conocimiento (noverim me), al conocimiento de Dios (noverim te), es el método de la interioridad. 

Pero, con independencia de esta finalidad trascendente de  la educación cristiana/agustiniana, no puede negarse que este método, al deparar una mayor conciencia de uno mismo, también posibilita una mayor conciencia de los demás y del mundo, conocimiento que ayudará a poder mejorar la convivencia humana.  

3.-Inteligencia emocional e interioridad

El conocimiento cognitivo, afectivo y ético del holismo pedagógico, proporcionado por la mirada interior,  no puede por menos de  proyectarse sobre las conductas y, en definitiva, sobre la convivencia. La educación en la interioridad nos lleva, en efecto, a una actitud empática,  solidaria y generosa hacia el prójimo y hacia todo el entorno natural. Y el resultado de esa actitud, a nivel de convivencia,  es la formación/producción de buenos ciudadanos, y, en definitiva, la paz social.  

Mejorar al hombre en su sociabilidad, esto es, en su humanización o condición humana, fue, precisamente, lo que  con este método pretendieron Sócrates y Platón. Mejorar y elevar la educación del hombre, ha sido también el objetivo que han buscado todos los maestros que han seguido aplicándolo a lo largo de la historia de la educación. Y es que todo auténtico maestro/educador sabe que la educación  no se reduce sólo a impartir  contenidos; es, sobre todo, formar identidades, es decir, ayudar al alumno a construir su propia identidad personal. Sin perder nunca de vista que hoy la identidad del joven no se forma por reproducción de modelos conocidos, sino por experimentación y selección de los valores que los distintos modelos  le ofrecen. 

 
En realidad, para realizar su labor educativa, nunca se dejó entre los educadores la aplicación, consciente o inconsciente, del método de la interioridad, método estrechamente relacionado con la,  hoy tan de moda y fructífera,  inteligencia emocional. La valoración del autoconocimiento en la promoción del hombre se ha acrecido en nuestros días, precisamente, por el hecho de apreciarse, hoy más que nunca, en la vida de las personas el valor de la inteligencia emocional. Expertos de nuestros días en el tema han escrito que “para todos, el conocimiento de uno mismo (self-awareness) constituye una importante dimensión de la inteligencia emocional. En definitiva, una persona emocionalmente inteligente, además de relacionarse bien con los demás y comprenderlos (habilidades interpersonales), se conoce y se “relaciona” bien consigo misma (aspectos intrapersonales)”. Los valores de la inteligencia emocional  se ven singularmente acrecentados por los nuevos horizontes que abre al individuo la inteligencia espiritual, esa facultad con que nos enfrentamos exitosamente a los problemas de significado y sentido de nuestra vida, de la que aquí no vamos a hablar.
 
         Esta revaloración no es de extrañar,  pues, a juicio de Jack Block, según la conocida teoría de D. Goleman, los hombres que poseen una elevada inteligencia emocional, “demuestran estar dotados de una notable capacidad para comprometerse con las causas y las personas, suelen adoptar responsabilidades, mantienen una visión ética de la vida y son afables y cariñosos en sus relaciones. Su vida emocional es rica y apropiada; se sienten, en suma, a gusto consigo mismos, con sus semejantes y con el universo social en el que viven».

 

Ante el generalizado fracaso escolar que en la actualidad azota al sistema educativo de no pocas sociedades occidentales, ya se están alzando voces buscando correctivos a la situación. Entre las que se oyen, sorprendentemente,  no faltan las que apelan a la educación en la interioridad. Así lo hace, por ejemplo, Lorenzo Fernández Riaño que, en un reciente y valioso estudio sobre “El valor educativo de la interioridad” (Universitat de Valencia, 2010), uno de sus capítulos lleva por título: “la interioridad un paradigma educativo emergente”, donde se resalta la importancia de la interioridad en la educación para un mejoramiento de la actual situación educativa.

 

Esta educación en la interioridad, como heteroeducación es un proceso  gradual, que se inicia en la infancia y se mantiene a lo largo de toda la edad escolar o etapa formativa del hombre.  Como autoeducación, sin embargo, es un método/medio que debe durar a  lo largo de toda la vida. Agustín mismo nos anima a todos  a tomar parte activa en la propia autoeducación, apelando a la famosa frase de Horacio, retomada luego y hecha célebre por E. Kant, “aude sapere: atrévete a saber”[7]. Quede, pues, aquí recogida esa invitación.
 
 
                                                 Isaías Díez del Río

 



[1] De ver.relig. 10,3,5;La Trin. 9,3,3.   
[2] Carta 78,8;Sermón 233,2,
[3] Contra Académicos 1,3,9; 3,1,1,
[4] Cfr. Comentario al Salmo 104,3,
[5] De la verdadera religión 39,72; Sermón 145,3
[6] Soliloquios, II, 1, 1;I,2,7
[7] De la cuantidad del alma 23,41; Horacio, Carm. I,3

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