domingo, 11 de junio de 2017

EDUCACIÓN E INTERIORIDAD


Noli foras ire, in teipsum reddi; in interiore homine habitat veritas

No vayas fuera, entra en ti mismo: en el hombre interior habita la verdad.

San Agustín, De vera religione, 39,72

 

Normalmente,  cuando se habla de educación, se entiende la tarea  que lleva por cometido  desarrollar las capacidades humanas, tanto en el campo del conocimiento, como en el ámbito de los valores y de las destrezas. Todos estos objetivos escolares se procuran lograr por medio de la enseñanza y de la educación. El departamento nacional que, por encargo de la sociedad, lleva a cabo este cometido se llama, por eso, Ministerio de Educación.   

1.- Instruir y educar  

A pesar de que en no pocas sociedades suele darse una confusa equivalencia entre ambas funciones, los métodos y los objetivos de la instrucción y de la educación, en realidad,  son distintos. No obstante, aunque educación y enseñanza teóricamente respondan a tareas y dinámicas  distintas, en la práctica debe procurarse impartirlas conjuntamente/unidas . 

 Enseñar (docere) es instruir, es impartir/comunicar  conocimientos. Es ofrecer desde fuera los elementos o contenidos cognitivos capaces de hacer a una persona lo más sobresaliente posible en el mundo de los conocimientos. Su objetivo, por tanto, es desarrollar las capacidades intelectuales del individuo, con el fin de producir hombres/ciudadanos sabios o competentes en las diferentes ciencias y saberes. 

Educar, en cambio, como su misma etimología sugiere, es sacar (e-ducere) del interior de una persona las virtualidades o cualidades humanas que toda persona lleva en germen en su interior. En esta doble dimensión de la educación, que implica su etimología,  la de hacer aflorar y florecer la semilla que el educando lleva en su interioridad, hay que reconocer, como advierte Javier Cortés Soriano,  que “no se dará la segunda, el desarrollo desde el interior, sin la primera, una intervención externa que desde la aceptación incondicional del educando le llama desde la exigencia a nuevos horizontes vitales”.  

 
 Como decía ya Hesíodo, “la educación consiste en ayudar a la persona a aprender a ser lo que es capaz de ser”. No se trata tanto de ofrecer y de adquirir conocimientos, como de “aprender a ser” más persona, de crecer como seres humanos. Su objetivo  es desarrollar las virtudes o capacidades morales del sujeto -como pueden ser la generosidad y la honradez, el orden y la responsabilidad, la fortaleza y la sinceridad, entre otras-, llevando al ser humano a la mayor plenitud posible en su humanidad. Su finalidad es producir hombres-ciudadanos buenos. Entre los contenidos de esa educación están los  valores cívicos del respeto, la igualdad, la inclusión, el diálogo, la tolerancia y la solidaridad, sobre los que, en otro lugar y  momento, ya hemos hablado.

 En la distinción entre enseñanza/instrucción y educación/formación, se apoyan quienes defienden que, así como la instrucción es obligación y función de los poderes públicos o Estado, la educación es derecho y cometido de la familia. Ésta es la ideología subyacente de quienes  defienden a toda costa el derecho de los padres a escoger la educación de sus hijos. ¿Qué decir –de paso- sobre este derecho?  

Es incuestionable que el Estado no puede dar una educación opuesta a los valores de la propia  familia. Pero, tampoco puede cuestionarse al Estado el derecho y la obligación que tiene de enseñar  los valores compartidos entre los miembros de la comunidad estatal. Si el ser del hombre es ser ciudadano, es deber de la sociedad el inculcarle los valores que comparten los ciudadanos de su grupo social, con el fin de armonizar al individuo con su sociedad o grupo de pertenencia. Es la única manera de evitar el conflicto cívico  y de garantizar la paz social. Tampoco puede  privársele al Estado del derecho y obligación de educar a sus súbditos en aquellos valores que responden a los valores universales de los derechos humanos,  por ser estos derechos, valores que todos los seres humanos comparten y/o deben compartir. 
 

Cerrando la precedente puntualización, y retomando/reanudando el tema de nuestra reflexión, las tareas de enseñar y educar, además de responder a finalidades distintas, expresan acciones o dinámicas diferentes. La enseñanza, es una acción de fuera hacia dentro del individuo; la educación, en cambio,  es un movimiento que va de dentro a fuera. Pero, como ya se ha indicado, debe procurarse llevar a cabo ambas acciones simultáneamente en el individuo. La integración de ambas acciones está orientada a la producción de un hombre cabal o en la plenitud de su ser, tanto en el ámbito de la calidad humana, como en el campo de los conocimientos, pues una y otra buscan y deparan la formación integral de la persona.  

Acorde con lo que venimos diciendo, la acción educativa requiere en el educador el doble empeño y  habilidad de entrar en el interior del educando, y, al mismo tiempo, la capacidad o destreza para sacar de él las virtualidades humanas que lleva consigo en su interior. Tanto el entrar como el salir,  hacen referencia a la interioridad. 

Para mejor poder sacar las virtualidades que en germen lleva el individuo en su interior, esto es, para poder educar por y en la interioridad, es preciso buscar y contar con la colaboración del educando, pues no en vano el objetivo de la interioridad es llevarnos  a aprender a “ser” desde uno mismo. Es decir, aquí más que en cualquier otro aprendizaje, se precisa de la colaboración del sujeto en la propia educación. Se trata nada menos que de construir la mayor y más noble empresa humana, la empresa de la modelación del hombre. El discípulo debe adquirir y asumir la convicción de que la esencia y, por tanto, la verdadera consistencia del ser-hombre no reside tanto en las cosas externas, como en las que residen en su interioridad.  

2.-Educación e interioridad agustiniana

Como es sabido, la interioridad es una de las ideas nucleares del pensamiento de san Agustín. Es más, como ha escrito Julián Marías, “el gran descubrimiento, capital, de San Agustín es la intimidad”. Es un tema tan recurrente en sus escritos, que el santo es conocido en el  cristianismo  como el maestro de la interioridad. Y, como no podía ser de otro modo, también lo es para quienes se consideran continuadores de su herencia, tanto en la forma de vida, como en el legado  de su pensamiento. La interioridad, de hecho, es uno de los rasgos característicos de la identidad agustiniana. De ahí que está resaltada como elemento esencial en el Carácter Propio de los centros agustinianos 

San Agustín asumió en su filosofía educativa el método del aforismo griego γνθι σεαυτόν ( gnóthi seautón), en latin : “Nosce te ipsum: conócete a ti mismo”, porque, desde la antigüedad clásica,   ya estaba considerado como el método ideal para comprender y mejorar la conducta del hombre, y, como consecuencia, la misma condición humana, tanto en el orden moral como en el del pensamiento. 

Este empeño por recurrir a la intimidad, significa y se justifica por el hecho de que  el hombre sólo se conoce cuando recala en el fondo de sí mismo, cuando entra en el espacio íntimo de su conciencia. Únicamente desde el conocimiento y el correspondiente amor que proporciona al educador  esta introspección, le garantizará el cumplimiento eficaz de su función educativa – es decir, la de transmitir tanto  valores como  conocimientos- ante sus propios alumnos y ante los propios padres de familia. 
 

¿Por qué, en general, proponer la interioridad como método educativo? Porque la educación por y en la interioridad conduce a la producción de un buen ciudadano y, como consecuencia, a la creación de una buena convivencia o paz social. Produce estos resultados, porque comprenderse uno a sí mismo, es comprender también a los demás y viceversa.  El propio conocimiento, decía Agustín, me lleva al conocimiento ajeno, pues ”nadie comprende a nadie si no se comprende a sí mismo.¿Cómo conocer a otras almas, si se ignora a sí mismo?[1].Sólo de y desde este conocimiento, se pasa al amor de lo conocido, por aquello de que “nihil volitum, quin praecognitum: nada desconocido es amado”. 

Si el propio conocimiento, arrastra al amor a uno mismo, ese  amor propio puede y debe extenderse  al amor a  los demás, que participan de la misma humanidad. En efecto, esta autoconciencia  de que “soy hombre y nada de lo humano me es ajeno”[2], me impulsa o debe  impulsarme a tratar a los demás como yo quisiera que los demás me trataran a mi. No en vano desde muy antiguo viene el pensamiento cristiano –y aquí se trata, no se olvide, de educación cristiana- de amar a los demás como uno se ama a si mismo, o, en términos negativos, no hacer a los demás lo que no quieres que te hagan a ti.  Es evidente que el resultado de una tal actitud, generalizada entre los miembros de un grupo humano, no puede dejar de traducirse en la creación de una convivencia pacífica y armoniosa.
San Agustín optó por el método de la interioridad en la educación, porque  lo que a él  mayormente le concernía e interesaba era la educación cristiana, es decir,  aquella que intenta formar al individuo para la recepción y el desarrollo del mensaje cristiano, en el que Dios es el último referente. Y, en este sentido, como escribió M.F. Sciacca, La autoconciencia, así concebida, es el primer encuentro del sujeto con la verdad que lo constituye y lo trasciende, y analógicamente, y mediante ella, es también encuentro con Dios». Es decir, a través de la interioridad el hombre se conoce a sí mismo y , a través del propio conocimiento, se llega al conocimiento de los demás, y de Dios. 
El conocimiento del hombre me lleva también al conocimiento de Dios. La grandeza del hombre, para Agustín, está en ser un ser referencial. Referencial,  en doble  sentido. Por un lado, porque sólo con relación a Dios se  puede comprender cabalmente al hombre. Referencial, también,  porque el hombre es el camino más corto, directo y rápido para conocer a Dios.  El  santo llega a afirmar que, cuando se busca la verdad -y “el fin del hombre es indagar la verdad”-[3], lo que en realidad se busca es a Dios  a través de su imagen (imago Dei) [4], que es el hombre como intimidad, el hombre interior. En esta morada íntima habita  el Maestro interior, y es desde la que especialmente nos habla y enseña  Dios. 


Precisamente, porque la verdad que el hombre busca, sólo se encuentra en sí mismo, el santo no se cansa de recomendar:“no quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad”[5]. Esa verdad residente nos conduce sin remedio al encuentro de la verdad trascendente, la única capaz de saciar la inquietud existencial del ser humano. 
 
El lema de vida de Agustín fue el Noverim me, noverim te: que yo me conozca, y te conozca”[6]. Y la mejor y más rápida metodología para llegar, desde el propio conocimiento (noverim me), al conocimiento de Dios (noverim te), es el método de la interioridad. 

Pero, con independencia de esta finalidad trascendente de  la educación cristiana/agustiniana, no puede negarse que este método, al deparar una mayor conciencia de uno mismo, también posibilita una mayor conciencia de los demás y del mundo, conocimiento que ayudará a poder mejorar la convivencia humana.  

3.-Inteligencia emocional e interioridad

El conocimiento cognitivo, afectivo y ético del holismo pedagógico, proporcionado por la mirada interior,  no puede por menos de  proyectarse sobre las conductas y, en definitiva, sobre la convivencia. La educación en la interioridad nos lleva, en efecto, a una actitud empática,  solidaria y generosa hacia el prójimo y hacia todo el entorno natural. Y el resultado de esa actitud, a nivel de convivencia,  es la formación/producción de buenos ciudadanos, y, en definitiva, la paz social.  

Mejorar al hombre en su sociabilidad, esto es, en su humanización o condición humana, fue, precisamente, lo que  con este método pretendieron Sócrates y Platón. Mejorar y elevar la educación del hombre, ha sido también el objetivo que han buscado todos los maestros que han seguido aplicándolo a lo largo de la historia de la educación. Y es que todo auténtico maestro/educador sabe que la educación  no se reduce sólo a impartir  contenidos; es, sobre todo, formar identidades, es decir, ayudar al alumno a construir su propia identidad personal. Sin perder nunca de vista que hoy la identidad del joven no se forma por reproducción de modelos conocidos, sino por experimentación y selección de los valores que los distintos modelos  le ofrecen. 

 
En realidad, para realizar su labor educativa, nunca se dejó entre los educadores la aplicación, consciente o inconsciente, del método de la interioridad, método estrechamente relacionado con la,  hoy tan de moda y fructífera,  inteligencia emocional. La valoración del autoconocimiento en la promoción del hombre se ha acrecido en nuestros días, precisamente, por el hecho de apreciarse, hoy más que nunca, en la vida de las personas el valor de la inteligencia emocional. Expertos de nuestros días en el tema han escrito que “para todos, el conocimiento de uno mismo (self-awareness) constituye una importante dimensión de la inteligencia emocional. En definitiva, una persona emocionalmente inteligente, además de relacionarse bien con los demás y comprenderlos (habilidades interpersonales), se conoce y se “relaciona” bien consigo misma (aspectos intrapersonales)”. Los valores de la inteligencia emocional  se ven singularmente acrecentados por los nuevos horizontes que abre al individuo la inteligencia espiritual, esa facultad con que nos enfrentamos exitosamente a los problemas de significado y sentido de nuestra vida, de la que aquí no vamos a hablar.
 
         Esta revaloración no es de extrañar,  pues, a juicio de Jack Block, según la conocida teoría de D. Goleman, los hombres que poseen una elevada inteligencia emocional, “demuestran estar dotados de una notable capacidad para comprometerse con las causas y las personas, suelen adoptar responsabilidades, mantienen una visión ética de la vida y son afables y cariñosos en sus relaciones. Su vida emocional es rica y apropiada; se sienten, en suma, a gusto consigo mismos, con sus semejantes y con el universo social en el que viven».

 

Ante el generalizado fracaso escolar que en la actualidad azota al sistema educativo de no pocas sociedades occidentales, ya se están alzando voces buscando correctivos a la situación. Entre las que se oyen, sorprendentemente,  no faltan las que apelan a la educación en la interioridad. Así lo hace, por ejemplo, Lorenzo Fernández Riaño que, en un reciente y valioso estudio sobre “El valor educativo de la interioridad” (Universitat de Valencia, 2010), uno de sus capítulos lleva por título: “la interioridad un paradigma educativo emergente”, donde se resalta la importancia de la interioridad en la educación para un mejoramiento de la actual situación educativa.

 

Esta educación en la interioridad, como heteroeducación es un proceso  gradual, que se inicia en la infancia y se mantiene a lo largo de toda la edad escolar o etapa formativa del hombre.  Como autoeducación, sin embargo, es un método/medio que debe durar a  lo largo de toda la vida. Agustín mismo nos anima a todos  a tomar parte activa en la propia autoeducación, apelando a la famosa frase de Horacio, retomada luego y hecha célebre por E. Kant, “aude sapere: atrévete a saber”[7]. Quede, pues, aquí recogida esa invitación.
 
 
                                                 Isaías Díez del Río

 



[1] De ver.relig. 10,3,5;La Trin. 9,3,3.   
[2] Carta 78,8;Sermón 233,2,
[3] Contra Académicos 1,3,9; 3,1,1,
[4] Cfr. Comentario al Salmo 104,3,
[5] De la verdadera religión 39,72; Sermón 145,3
[6] Soliloquios, II, 1, 1;I,2,7
[7] De la cuantidad del alma 23,41; Horacio, Carm. I,3

sábado, 3 de junio de 2017

LA RELIGIÓN EN VOLTAIRE (y III)



IV. RETORNO A LA RELIGIÓN DENOSTADA: EL      TESTAMENTO
Pues bien, nos refiere Carlos Valverde que, investigando personalmente en documentos antiguos, en el número de abril de 1778 de la revista francesa "Correspondance Littéraire, Philoso- phique et Critique (1753-1793)", (págs. 87-88) encontró la copia de la profesión de fe de M. Voltaire en el trance de su muerte, profesión de fe que nos ofrece, a la vez que nos lo contextualiza y explica. Tanto el testamento, como la contextualización, literalmente dicen así:
"Yo, el que suscribe, declaro que habiendo padecido un vómito de sangre hace cuatro días, a la edad de ochenta y cuatro años y no habiendo podido ir a la iglesia, el párroco de San Sulpicio ha querido añadir a sus buenas obras la de enviarme a M. Gautier, sacerdote. Yo me he confesado con él y, si Dios dispone de mí, muero en la santa religión católica en la que he nacido esperando de la misericordia divina que se dignará perdonar todas mis faltas, y que si he escandalizado a la Iglesia, pido perdón a Dios y a ella".
Firmado: Voltaire, el 2 de marzo de 1778 en la casa del marqués de Villete, en presencia del señor abate Mignot, mi sobrino y del señor marqués de Villevielle. Mi amigo ".
Firman también: el abate Mignot, Villevielle. Se añade:
"declaramos la presente copia conforme al original, que ha quedado en las manos del señor abate Gauthier y que ambos hemos firmado, como firmamos el presente certificado. En París, a 27 de mayo de 1778. El abate Mignot, Villevielle".
                                              Residencia de Voltaire

Que la relación puede estimarse como auténtica lo demuestran otros dos documentos que se encuentran en el número de junio de la misma revista -nada clerical, por cierto-, pues estaba editada por Grimm, Diderot y otros enciclopedistas.
Voltaire murió el 30 de mayo de 1778. La revista le ensalza como "el más grande, el más ilustre, quizá, ¡ay!, el único monumento de esta época gloriosa en la que todos los talentos, todas las artes del espíritu humano parecían haberse elevado al más alto grado de perfección".
La familia quiso que sus restos reposaran en la abadía de Scellieres. El 2 de junio, el obispo de Troyes, en una breve nota, prohíbe severamente al prior de la abadía que entierre en sagrado el cuerpo de Voltaire. El 3 responde el prior al obispo que su aviso llega tarde, porque -efectivamente- ha sido enterrado en la misma abadía.
                                          Castillo-abadía de Sèllieres
La carta del prior es larga y muy interesante por los datos que aporta. He aquí los que más nos interesan ahora: La familia pide que se le entierre en la cripta de la abadía hasta que pueda ser trasladado al castillo de Ferney. El abate Mignot presenta al prior el consentimiento firmado por el párroco de San Suplicio y una copia -firmada también por el párroco-
"de la profesión de fe católica, apostólica y romana que M. Voltaire ha hecho en las manos de su sacerdote, aprobado en presencia de dos testigos, de los cuales uno es M. Mignot, nuestro abate, sobrino del penitente, y el otro, el señor marqués de Villevielle (...) Según estos documentos, que me parecieron y aún me parecen auténticos continúa el prior-, hubiese creído faltar a mi deber de pastor si le hubiese rehusado los recursos espirituales (...) Ni se me pasó por el pensamiento que el párroco de San Suplicio hubiese podido negar la sepultura a un hombre cuya profesión de fe él había legalizado. Pienso que no se puede rehusar la sepultura a cualquier hombre que muera en el seno de la Iglesia (...) Después de mediodía, el abate Mignot ha hecho en la iglesia la presen­tación solemne del cuerpo de su tío. Hemos cantado las vísperas de difuntos; el cuerpo permaneció toda la noche rodeado de cirios. Por la mañana, todos los eclesiásticos de los alrededores (...) han dicho una misa en presencia del cuerpo y yo he celebrado una misa solemne a las once, antes de la inhumación (...) La familia de M. Voltaire partió esta mañana contenta de los honores rendidos a su memoria y de las oraciones que hemos elevado a Dios por el descanso de su alma. He aquí los hechos, monseñor, en la más exacta verdad".
Así parece que pasó de este mundo al otro aquel hombre que empleó su temible y fecundo ingenio en combatir ferozmente a la Iglesia ".
Hasta aquí el testamento de Voltaire, que nos depara Carlos Valverde, así como el propio texto del autor que lo contextualiza y aclara.
A pesar de esta constatación documental de la vuelta de Voltaire a la fe en los últimos momentos de su vida, no faltan quienes lo niegan. Su negación, sin embargo, no se apoya en documentos directos, como el aducido aquí por C. Valverde, sino, más bien, en referencias ajenas y, quizás y sobre todo, en sus deseos. Y es comprensible. No deja de ser, efectivamente, un revulsivo para los profesionales de la increencia esta confesión de fe católica del -por alguien erróneamente calificado- "el ateo de más talento que el mundo ha conocido".
Uno de los que han negado esta conversión es Carlyle (1795-1881), reco­nocida máxima autoridad masónica. Consignamos este dato de afiliación ideológica, únicamente por lo que haya podido influir esta militancia en su juicio sobre el asunto en cuestión, como luego tendremos ocasión de verificar. La descripción que hace Carlyle en sus "Essays" del momento final de Voltaire, la apoya en otro suceso de su vida, que dice haber hallado en los escritos de Wagniére, secretario que fue de Voltaire. Es decir, intenta interpretar el suceso de la muerte (1778) en base a otro acontecimiento que tuvo lugar mucho antes (1768) en la vida de Voltaire.
                                                                 Thomas Carlyle
No son pocas ni irrelevantes las objeciones que podrían hacerse a la versión que ofrece Carlyle de la muerte de Voltaire. Una, ente otras, que su base de información para describir/interpretar lo acontecido en el momento de la muerte de Voltaire, es una referencia ajena y, además, sobre un hecho anecdótico, acontecido mucho anteriormente; la versión, en cambio, de su conversión en el lecho de la muerte, que en estas líneas se defiende, se apoya en un documento auténtico, escrito personalmente por el mismo protagonista del suceso, que se narra en el documento. El soporte, por otra parte, de la relación de los sucesos que Carlyle quiere interrelacionar, para interpretar la escena de la muerte de Voltaire, no sobrepasa la mera suposición. Y conjeturar la realidad por la posibilidad, no es un método adecuado para averiguar la verdad. Hay un principio lógico universal que se formula: "ab posse ad esse non valet illatio: de la posibilidad no puede concluirse la realidad".
Para negar, en efecto, la conversión de Voltaire, se basa Carlyle en la decisión del Obispo de Annecy, que en 1768, según información de Jean-Louis Wagniére, había "prohibido a cualquier cura, sacerdote y monje de su Diócesis, confesar, absolver o dar la comunión al señor de Ferney, sin su expresa autorización , bajo pena de excomunión ", decisión que, al parecer, Voltaire se juró que no se cumpliría, como parece que así fue, simulando una grave enfermedad en la que le fueron administrados los sacramentos prohibidos. Carlyle, en base a esta referencia, que, por otra parte, no deja de ser anecdótica, sin ningún otro apoyo documental interpreta el último comportamiento de Voltaire como la escenificación de una consciente farsa -la última escenificación- en relación con la religión, similar a la aquí mencionada.
En el fondo, el fundamento de quienes se aferran a esta postura, es un razonamiento lógico, no una constatación real. Es decir, para éstos es incom­prensible que un hombre, que había criticado tanto y durante tanto tiempo, a la religión cristiana/católica, se hubiera retractado al final de su vida, reconciliándose con la Iglesia. Pero, apoyarse en semejante razonamiento, no refuerza en absoluto la argumentación a su favor. En primer lugar, porque eso no es un documento, sino una suposición, que a lo más que puede llegar es a formular la posibilidad. Por otra parte, las conversiones/retractaciones suelen darse principalmente al final de la vida, cuando realmente se acumulan materias, actuaciones y motivos que, en una mirada retrospectiva, recaban la atención y el examen final, para su revisión y posible confirmación o rectificación.
Además, Carlyle no acepta o pasa por alto que en la contestación documental que le da el prior al obispo de Troyes, para justificar el otorgarle la sepultura cristiana, está la afirmación de que no se puede negar la sepultura eclesiástica a quien muere profesando la fe en la Iglesia, como es el caso concreto de Voltaire. "Pienso -dice- que no se puede rehusar la sepultura a cualquier hombre que muera en el seno de la Iglesia". Es decir, que el Abad, junto al reconocimiento de haberle otorgado la sepultura en sagrado, en la justificación de esa decisión certifica, al mismo tiempo, la conversión de Voltaire. ¿No sería una premonición de este decisivo paso de su conversión, la confesión que, cuatro meses antes de su muerte, hizo en carta a su secretario Vagniére: "muero adorando a Dios, amando a mis amigos, no odiando a mis enemigos y detestando la superstición? "
Su correligionario en la masonería, Condorcet (Marie-Jean-Antoine Nicolás de Caritat, marqués de Condorcet, 1743-1794), en cambio, más cercano y próximo que Carlyle en el tiempo y en el espacio a Voltaire, pues era su contemporáneo, sí admite la veracidad/autenticidad de la conversión de Voltaire. Según nos relata en su "Vida de Voltaire", publicada en 1789, en la que, dicho sea de paso, muestra la misma aversión a la Iglesia que Voltaire, el final de su vida sucedió así: el Abbe Gautier, traído ante el lecho de muerte de Voltaire por el sobrino de éste el Abbe Mignot, para atenderle espiritualmente, "confesó a Voltaire, recibiendo de éste la profesión de fe, en la que declaraba que moría en la religión católica, en la que había nacido". Esta versión de Condorcet fue generalmente aceptada en su tiempo como la verdadera historia de lo acontecido.
Como decimos, Carlyle interpreta el último testamento de Voltaire como una escenificación burlesca de la religión, similar al espectáculo que montó para poder recibir los sacramentos, que tenía prohibidos por el obispo de Troyes. Este juicio, aparte de ser un supuesto sin aval documental alguno en que apoyarse, denota reconocer poca inteligencia en Voltaire. Voltaire, en efecto, era demasiado inteligente, como para convertir en objeto de escarnio a la religión el último y más trascendental momento de su vida.
Fue su tiempo una época tan convulsa, original y de tan vertiginoso cambio, que lo que sucedió en la vida de Voltaire aconteció en la de no pocos de los protagonistas de la Revolución francesa, que le siguieron en el tiempo y en comunión de pensamiento. La conversión de Voltaire, en efecto, recuerda no poco el final del famoso revolucionario Fouché, tal como ese final nos es relatado por Stefan Zweig. Así fueron, según este magnífico biógrafo, sus últimos momentos: "En sus últimas horas hace las paces con su Dios y con los hombres. Paz con Dios: el viejo ateo, el rebelde, el perseguidor del cristianismo, el destructor de altares, el iconoclasta, hace llamar en los últimos días de diciembre a uno de esos "embusteros infames " (como él los llamaba en el mayo florido de su jacobinismo), a un sacerdote, y recibe, las manos devotamente cruzadas, los Santos Sacramentos". ¿Qué otra cosa hizo Voltaire en los últimos momentos de su vida con "su" Dios?
                                              Sepulcro de Voltaire

Dada la falta de base documental, el manifiesto interés de Carlyle, y otros autores, por denegar la veracidad de su conversión, ¿no estará motivado por una predilección personal, es decir, por no querer reconocer que Voltaire volvió al seno de la Iglesia, después de haberse iniciado al final de sus días -exactamente, dos meses antes de morir-, con manifiesto regocijo y publicidad de la asociación, en la masonería? ¿Quién no recuerda aquellas retóricas frases del panegírico de Lalande en el acto -no se sabe a ciencia cierta si académico o de iniciación- que le ofreció la logia de "Las Nueve Hermanas", en las que, entre otras exageraciones, decían: "la época más gloriosa para esta logia estará en adelante señalada por el día de vuestra adopción. Hacía falta un Apolo en la logia de Las Nueve Hermanas? ".
Contar con Voltaire como miembro de la institución masónica, ha sido tenido siempre por los afiliados como un motivo de orgullo y honra. Es más. Dice José A. Ferrer Benimeli que "una de las circunstancias que más se suelen citar al hablar de Voltaire es la de pertenecer a la Francmasonería, intentando establecer una especie de semejanza o correspondencia entre masonismo y volterianismo ". Esto explica que la iniciación masónica, en el declinar de su vida -en el supuesto de que el acto celebrado en la logia Les Neuf Soeurs hubiera sido una verdadera iniciación y no un mero homenaje de admiración pública y oficial de la institución a su ingente obra literaria-, está considerada por la masonería como uno de los grandes acontecimientos de los que se siente orgullosa la asociación.
La afiliación personal de Voltaire a la masonería es, indudablemente, más incierta que su conversión final a la fe cristiana. De hecho, no existe ninguna prueba documental de esa adscripción del rango del documento de su conversión al catolicismo. Entre los prestigiosos investigadores que ponen en duda esa afiliación están Denys Román, Pierre Chevalier, A. Germain, Daniel Ligou, etc. No deja de ser extraño que su secretario Wagniére, que era masón, negase en sus memorias esa afiliación del maestro.
La polémica sobre estos últimos momentos en la vida de Voltaire, tal vez nunca llegue a acabarse. La explicación de esta permanencia en el tiempo, posiblemente habrá que buscarla en el hecho de estar sostenida y alimentada por protagonistas situados en posiciones ideológicas opuestas -creencia vs. increencia-, opciones interesadas en defender una u otra posición.
La mayoría de sus biógrafos no dejan de señalar que los testimonios de los testigos de la muerte de Voltaire suelen diferir abiertamente sobre sus últimos momentos, dependiendo de su adscripción religiosa. Nos refieren estos historiadores que, según el testimonio de unos testigos, los últimos momentos de Voltaire fueron agónicos; según el testimonio de otros, su muerte fue la mar de tranquila/pacífica. En lo único que sí coinciden todos es en que se prohibió a la prensa dar la noticia de su muerte, y que, también, se tardó en hacerla pública al pueblo.
Muchos de estos historiadores describen la muerte y sepultura tal como han sido aquí relatadas en el documento aducido por C. Valverde. Algunos autores, sin embargo, se preguntan si todo lo escenificado por Voltaire en esos momentos finales no tendría otro objetivo que el lograr ser enterrado en sagrado, como, al parecer, siempre deseó. Conviniendo en que "de internis nemo iudicat: nadie puede juzgar la intención no exteriorizada", lo único cierto que sabemos es lo que está testificado. Y lo testificado es que Voltaire escribió una pública confesión de fe; que, en vista de esa confesión, recibió la absolución sacramental; y que, como consecuencia de ambas acciones, fue enterrado en sagrado. Ante la fuerza argumental de este documento, quienes no están dispuestos a aceptar resignadamente su sincera conversión arguyen que, en el supuesto de haber tenido su vida ese desenlace final, no deja de ser "un instante final de flaqueza". De flaqueza, según ellos; de coraje y valentía, según otros.
Es probable que la controversia en torno a este asunto nunca llegue a su fin, por la sencilla razón de que no es previsible que las partes discrepantes lleguen a ponerse de acuerdo en la interpretación de los datos sobre el acontecimiento de la discordia. Pero, tal como hoy está la cuestión, los argumentos más sólidos parecen estar de parte de los defensores de la conversión. Los documentos sobre los que éstos se apoyan, garantizan mucha más cercanía, autenticidad y objetividad respecto del acontecimiento, que la que ofrecen las fuentes sobre las que se basan los que sostienen la hipótesis contraria, esto es, la no conversión.