Noli foras ire, in teipsum reddi; in interiore homine habitat veritas –
No vayas fuera, entra en ti mismo: en el
hombre interior
habita la verdad.
San Agustín, De vera religione, 39,72
Normalmente,
cuando se habla de educación, se
entiende la tarea que lleva por cometido
desarrollar las capacidades humanas,
tanto en el campo del conocimiento, como en el ámbito de los valores y de las
destrezas. Todos estos objetivos escolares se procuran lograr por medio de la
enseñanza y de la educación. El departamento nacional que, por encargo de la
sociedad, lleva a cabo este cometido se llama, por eso, Ministerio de Educación.
1.- Instruir y educar
A pesar de que en no pocas sociedades suele darse una
confusa equivalencia entre ambas funciones, los métodos y los objetivos de la
instrucción y de la educación, en realidad, son distintos. No obstante, aunque educación y
enseñanza teóricamente respondan a tareas y dinámicas distintas, en la práctica debe procurarse
impartirlas conjuntamente/unidas .
Enseñar (docere) es instruir, es impartir/comunicar conocimientos. Es ofrecer desde fuera los elementos o contenidos cognitivos capaces
de hacer a una persona lo más sobresaliente posible en el mundo de los conocimientos.
Su objetivo, por tanto, es desarrollar las capacidades intelectuales del
individuo, con el fin de producir hombres/ciudadanos
sabios o competentes en las diferentes ciencias y saberes.
Educar, en cambio, como su misma etimología sugiere, es sacar (e-ducere) del interior de una
persona las virtualidades o cualidades humanas que toda persona lleva en germen
en su interior. En esta doble dimensión de la educación, que implica su
etimología, la de hacer aflorar y
florecer la semilla que el educando lleva en
su interioridad, hay que reconocer, como advierte Javier Cortés Soriano, que “no se dará la segunda, el desarrollo
desde el interior, sin la primera, una intervención externa que desde la
aceptación incondicional del educando le llama desde la exigencia a nuevos
horizontes vitales”.
Como decía ya
Hesíodo, “la educación consiste en ayudar
a la persona a aprender a ser lo que es capaz de ser”. No se trata tanto de
ofrecer y de adquirir conocimientos, como de “aprender a ser” más persona, de
crecer como seres humanos. Su objetivo es desarrollar las virtudes o capacidades
morales del sujeto -como pueden ser la generosidad y la honradez, el orden y la
responsabilidad, la fortaleza y la sinceridad, entre otras-, llevando al ser
humano a la mayor plenitud posible en su humanidad. Su finalidad es producir hombres-ciudadanos buenos. Entre los
contenidos de esa educación están los valores cívicos del respeto, la igualdad, la inclusión, el diálogo, la tolerancia y la
solidaridad, sobre los que, en otro lugar y
momento, ya hemos hablado.
En la
distinción entre enseñanza/instrucción
y educación/formación, se apoyan
quienes defienden que, así como la
instrucción es obligación y función de los poderes públicos o Estado, la educación es derecho y cometido de la
familia. Ésta es la ideología subyacente de quienes defienden a toda costa el derecho de los
padres a escoger la educación de sus hijos. ¿Qué
decir –de paso- sobre este derecho?
Es incuestionable que el Estado no puede dar una
educación opuesta a los valores de la propia
familia. Pero, tampoco puede cuestionarse al Estado el derecho y la
obligación que tiene de enseñar los valores compartidos entre los miembros
de la comunidad estatal. Si el ser del hombre es ser ciudadano, es deber de la
sociedad el inculcarle los valores que
comparten los ciudadanos de su grupo social, con el fin de armonizar al
individuo con su sociedad o grupo de pertenencia. Es la única manera de evitar
el conflicto cívico y de garantizar la
paz social. Tampoco puede privársele al
Estado del derecho y obligación de educar a sus súbditos en aquellos valores
que responden a los valores universales
de los derechos humanos, por ser estos
derechos, valores que todos los seres humanos comparten y/o deben compartir.
Cerrando la precedente puntualización, y retomando/reanudando
el tema de nuestra reflexión, las tareas de enseñar
y educar, además de responder a finalidades distintas, expresan acciones o dinámicas
diferentes. La enseñanza, es una acción de fuera hacia dentro del
individuo; la educación, en cambio, es un movimiento
que va de dentro a fuera. Pero, como ya se ha indicado, debe procurarse
llevar a cabo ambas acciones simultáneamente en el individuo. La integración de
ambas acciones está orientada a la producción de un hombre cabal o en la
plenitud de su ser, tanto en el ámbito de la calidad humana, como en el campo
de los conocimientos, pues una y otra buscan y deparan la formación integral de
la persona.
Acorde con lo que venimos diciendo, la acción
educativa requiere en el educador el doble empeño y habilidad de entrar en el interior del educando, y, al mismo tiempo, la
capacidad o destreza para sacar de él las
virtualidades humanas que lleva consigo en su interior. Tanto el entrar como el
salir, hacen referencia a la interioridad.
Para mejor poder sacar las virtualidades que en germen
lleva el individuo en su interior, esto es, para poder educar por y en la interioridad, es preciso
buscar y contar con la colaboración del educando, pues no en vano el objetivo
de la interioridad es llevarnos a
aprender a “ser” desde uno mismo. Es decir, aquí más que en cualquier otro
aprendizaje, se precisa de la colaboración del sujeto en la propia educación. Se
trata nada menos que de construir la mayor y más noble empresa humana, la empresa
de la modelación del hombre. El discípulo debe adquirir y asumir la convicción
de que la esencia y, por tanto, la verdadera consistencia del ser-hombre no reside
tanto en las cosas externas, como en las que residen en su interioridad.
2.-Educación e interioridad agustiniana
Como es sabido, la interioridad es una de las ideas
nucleares del pensamiento de san Agustín. Es más, como ha escrito Julián
Marías, “el gran descubrimiento,
capital, de San Agustín es la intimidad”. Es un tema tan
recurrente en sus escritos, que el santo es conocido en el cristianismo como el
maestro de la interioridad. Y, como no podía ser de otro modo, también lo
es para quienes se consideran continuadores de su herencia, tanto en la forma
de vida, como en el legado de su pensamiento.
La interioridad, de hecho, es uno de los rasgos característicos de la identidad
agustiniana. De ahí que está resaltada como elemento esencial en el Carácter Propio de los centros
agustinianos.
San Agustín asumió en su filosofía educativa el método
del aforismo griego γνῶθι σεαυτόν ( gnóthi
seautón), en latin : “Nosce te ipsum:
conócete a ti mismo”, porque, desde la antigüedad clásica, ya
estaba considerado como el método ideal para comprender y mejorar la conducta
del hombre, y, como consecuencia, la misma condición humana, tanto en el orden
moral como en el del pensamiento.
Este empeño por recurrir a la intimidad, significa y
se justifica por el hecho de que el
hombre sólo se conoce cuando recala en el fondo de sí mismo, cuando entra en el
espacio íntimo de su conciencia. Únicamente desde el conocimiento y el correspondiente
amor que proporciona al educador esta
introspección, le garantizará el cumplimiento eficaz de su función educativa –
es decir, la de transmitir tanto valores
como conocimientos- ante sus propios
alumnos y ante los propios padres de familia.
¿Por qué, en general, proponer la interioridad como
método educativo? Porque la educación por
y en la interioridad conduce a la producción de un buen ciudadano y, como
consecuencia, a la creación de una buena convivencia o paz social. Produce
estos resultados, porque comprenderse uno a sí mismo, es comprender también a
los demás y viceversa. El propio
conocimiento, decía Agustín, me lleva al conocimiento ajeno, pues ”nadie comprende a nadie si no se comprende
a sí mismo.¿Cómo conocer a otras almas, si se ignora a sí mismo?[1].Sólo de y desde este conocimiento, se
pasa al amor de lo conocido, por aquello de que “nihil volitum, quin praecognitum: nada desconocido es amado”.
Si el propio conocimiento, arrastra al
amor a uno mismo, ese amor propio puede
y debe extenderse al amor a los demás, que participan de la misma
humanidad. En efecto, esta
autoconciencia de que “soy hombre y
nada de lo humano me es ajeno”[2], me impulsa o debe
impulsarme a tratar a los demás como
yo quisiera que los demás me trataran a mi. No en vano desde muy antiguo
viene el pensamiento cristiano –y aquí se trata, no se olvide, de educación
cristiana- de amar a los demás como uno se ama a si mismo, o, en términos negativos,
no hacer a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. Es evidente que el resultado de una tal
actitud, generalizada entre los miembros de un grupo humano, no puede dejar de
traducirse en la creación de una convivencia pacífica y armoniosa.
San Agustín optó
por el método de la interioridad en la educación, porque lo que a él
mayormente le concernía e interesaba era la educación cristiana, es decir,
aquella que intenta formar al individuo para la recepción y el desarrollo
del mensaje cristiano, en el que Dios es el último referente. Y, en este
sentido, como escribió M.F. Sciacca, “La
autoconciencia, así concebida, es el primer encuentro del sujeto con la verdad
que lo constituye y lo trasciende, y analógicamente, y mediante ella, es
también encuentro con Dios». Es
decir, a través de la interioridad el hombre se conoce a sí mismo y , a través
del propio conocimiento, se llega al conocimiento de los demás, y de Dios.
El conocimiento del hombre me lleva también al
conocimiento de Dios. La grandeza del hombre, para Agustín, está en ser un ser referencial. Referencial, en doble
sentido. Por un lado, porque sólo con relación a Dios se puede comprender cabalmente al hombre. Referencial,
también, porque el hombre es el camino
más corto, directo y rápido para conocer a Dios. El
santo llega a afirmar que, cuando se busca la verdad -y “el
fin del hombre es indagar la verdad”-[3], lo que en
realidad se busca es a Dios a través de
su imagen (imago Dei) [4], que es el
hombre como intimidad, el hombre interior. En esta morada íntima habita el Maestro
interior, y es desde la que especialmente nos habla y enseña Dios.
Precisamente, porque
la verdad que el hombre busca, sólo se encuentra en sí mismo, el santo no se
cansa de recomendar:“no quieras derramarte
fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad”[5]. Esa
verdad residente nos conduce sin
remedio al encuentro de la verdad
trascendente, la única capaz de saciar la inquietud existencial del ser humano.
El lema de vida de Agustín fue el “Noverim
me, noverim te: que
yo me conozca, y te conozca”[6]. Y la mejor y más rápida metodología para llegar, desde el
propio conocimiento (noverim me), al
conocimiento de Dios (noverim te), es
el método de la interioridad.
Pero, con independencia de esta
finalidad trascendente de la educación
cristiana/agustiniana, no puede
negarse que este método, al deparar una mayor conciencia de uno mismo, también posibilita
una mayor conciencia de los demás y del mundo, conocimiento que ayudará a poder
mejorar la convivencia humana.
3.-Inteligencia emocional e interioridad
El conocimiento cognitivo, afectivo y ético del holismo pedagógico, proporcionado por la
mirada interior, no puede por menos
de proyectarse sobre las conductas y, en
definitiva, sobre la convivencia. La educación en la interioridad nos lleva, en
efecto, a una actitud empática,
solidaria y generosa hacia el prójimo y hacia todo el entorno natural. Y
el resultado de esa actitud, a nivel de convivencia, es la formación/producción de buenos
ciudadanos, y, en definitiva, la paz social.
Mejorar al hombre en su sociabilidad, esto es, en su
humanización o condición humana, fue, precisamente, lo que con este método pretendieron Sócrates y Platón.
Mejorar y elevar la educación del hombre, ha sido también el objetivo que han
buscado todos los maestros que han seguido aplicándolo a lo largo de la
historia de la educación. Y es que todo auténtico maestro/educador sabe que la
educación no se reduce sólo a
impartir contenidos; es, sobre todo,
formar identidades, es decir, ayudar al alumno a construir su propia identidad
personal. Sin perder nunca de vista que hoy la identidad del joven no se forma
por reproducción de modelos
conocidos, sino por experimentación y
selección de los valores que los distintos modelos le ofrecen.
En realidad, para realizar su labor educativa, nunca
se dejó entre los educadores la aplicación, consciente o inconsciente, del método de la interioridad, método
estrechamente relacionado con la, hoy
tan de moda y fructífera, inteligencia emocional. La valoración del autoconocimiento en la
promoción del hombre se ha acrecido en nuestros días, precisamente, por el
hecho de apreciarse, hoy más que nunca, en la vida de las personas el valor de la inteligencia emocional. Expertos de
nuestros días en el tema han escrito que “para
todos, el conocimiento de uno mismo (self-awareness) constituye una importante
dimensión de la inteligencia emocional. En definitiva, una persona
emocionalmente inteligente, además de relacionarse bien con los demás y
comprenderlos (habilidades interpersonales), se conoce y se “relaciona” bien
consigo misma (aspectos intrapersonales)”. Los valores de la inteligencia
emocional se ven singularmente acrecentados
por los nuevos horizontes que abre al individuo la inteligencia espiritual, esa facultad con
que nos enfrentamos exitosamente a los problemas
de significado y sentido de nuestra vida, de la que aquí no vamos a hablar.
Esta revaloración no es de
extrañar, pues, a juicio de Jack Block, según
la conocida teoría de D. Goleman, los hombres que poseen una elevada
inteligencia emocional, “demuestran estar
dotados de una notable capacidad para comprometerse con las causas y las
personas, suelen adoptar responsabilidades, mantienen una visión ética de la
vida y son afables y cariñosos en sus relaciones. Su vida emocional es rica y
apropiada; se sienten, en suma, a gusto consigo mismos, con sus semejantes y
con el universo social en el que viven».
Ante el generalizado fracaso escolar que en la
actualidad azota al sistema educativo de no pocas sociedades occidentales, ya
se están alzando voces buscando correctivos a la situación. Entre las que se oyen,
sorprendentemente, no faltan las que
apelan a la educación en la interioridad. Así lo hace, por ejemplo, Lorenzo
Fernández Riaño que, en un reciente y valioso estudio sobre “El valor educativo de la interioridad”
(Universitat de Valencia, 2010), uno de sus capítulos lleva por título: “la interioridad un paradigma educativo emergente”, donde se resalta la importancia de
la interioridad en la educación para un mejoramiento de la actual situación
educativa.
Esta educación en la interioridad, como heteroeducación es un proceso gradual, que se inicia en la infancia y se
mantiene a lo largo de toda la edad escolar o etapa formativa del hombre. Como autoeducación,
sin embargo, es un método/medio que debe durar a lo largo de toda la vida. Agustín mismo nos anima
a todos a tomar parte activa en la
propia autoeducación, apelando a la famosa frase de Horacio, retomada luego y
hecha célebre por E. Kant, “aude sapere:
atrévete a saber”[7].
Quede, pues, aquí recogida esa invitación.
Isaías Díez del Río