martes, 23 de mayo de 2017

RESPUESTAS CRISTIANAS A LOS DESAFÍOS DE LA CULTURA ACTUAL

(Apartado nº 4 del artículo "Respuestas cristianas a los retos de la cultura actual", publicado en Religión y Cultura, 51, nº 232 (2005), pp. 21-96).

Desechando deliberadamente otras posibles respuestas más radicales, y, por radicales, menos compartidas por estar más cercanas a la hetero­doxia, y, por otra parte, siendo plenamente conscientes de no estar en posesión de la/s respuesta/s, vaya la siguiente formulación de una espe­cie de decálogo de propuestas o sugerencias que está convirtiéndose ya hoy en recurso casi convencional en la reflexión religiosa. Se trata de propiciar al creyente, que quiere vivir en la posmodernidad relaciones creíbles con Dios, una imagen de éste que simpatice con la sensibili­dad actual y con los criterios sobre la dignidad de la persona adulta hoy vigentes en la sociedad. He aquí esas propuestas:
a ) Transmitir un cristianismo centrado en el compromiso soli­dario con el hombre y con el mundo
«Nuestro mundo actual sin Dios -escribió Kasper- es, en parte, una consecuencia de haber predicado un Dios sin referencia al mundo». Esto mismo dirán otros muchos analistas de la situación religiosa en Occidente. Así, J. M. Mardones hablará de la falta de «una fe que valo­re la densidad de este mundo». Y lo explica de esta manera: «El desa­fío de la inmanencia nos plantea una fe o creencia que valore en su consistencia lo temporal mundano. Desde este punto de vista, la fe en esta modernidad tardía tiene que reencontrar y reafirmar al Dios crea­dor en medio de la creación, la corporalidad y todos los talentos y potencialidades humanas. Si la creencia depotencia la realidad, no hay futuro para la fe»[1]. La valoración y, por consiguiente, el compromiso del cristiano con este mundo viene singularmente resaltado en el pen­samiento de Dietrich Bonhoeffer, entre cuyos pronunciamientos es dig­no de resaltarse el que afirma que «en el evangelio lo que está más allá de este mundo quiere existir para este mundo»[2].
Actualmente, para una mentalidad auténticamente cristiana, una fe desencarnada no es fe cristiana. Lo sagrado cercano y tangible en esta fe es el hombre, máxime si éste se encuentra en estado de necesidad. Bien claro nos lo dice San Juan: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4,8-21; cfr. et., Jn 13,34; Rm 13, 8; 1 Cor 12,31; 13,1; Gal 6,11). En nuestros días no es concebible una experiencia religiosa desentendida del hombre. De ahí el compromiso ineludible del cristiano de actuar en la plaza pública para mejorar la ciudad de los hombres en justicia, igualdad, libertad y solidaridad. Es la manera de recuperar la dimen­sión ética del amar a los demás como a uno mismo, cuya traducción o encarnación social es una actitud vital de servicio o ser-para-los-demás. Lo cual no quiere significar que el mensaje cristiano se reduz­ca a ética, y sólo ética.
Este cristianismo sería un reflejo del humanismo que debe impreg­nar la vida del cristiano que ha llegado a su mayoría de edad, tal como lo concibió y describió el último Bonhoeffer. En el pensamiento de este autor se rechaza por igual la religión clericalizante, como el creyente que no asume plenamente la dimensión humana de la vida hasta el punto de que, para llegar a ser cristiano, hay que pasar por ser huma­no. Según Arnoud Corbic, para Bonhoeffer «Cristo no es un hombre de lo sagrado, sino un homo humanus: un humano que vive lo humano con cada ser humano, revelando así la profundidad de gracia en lo interior mismo de lo humano. Para él, si Dios ha asumido plenamente nuestra humanidad en su Hijo, es bueno para el hombre ser hombre, llegar a serlo y seguir siéndolo, para ser, tras las huellas de Cristo, un hombre con y para los demás... Tal es la radicalización cristológica operada desde el ángulo de la humanidad de Dios por el último Bonhoeffer: lle­gar a ser un ser humano, y no sólo un "cristiano", porque Dios mismo se ha revelado absolutamente en un ser humano -en Jesús- "con" y"por" los demás»[3]. Muchas de las palabras de Bon-  hoeffer, que a algu­nos de sus lectores les suenan a ateísmo, son, en realidad, propuestas de un cristianismo llegado a la mayoría de edad. A diferencia del cris­tianismo menor de edad, representativo del cristianismo convencional, el cristianismo mayor de edad se caracteriza por el compromiso en y con el mundo. La vida de Jesús, enteramente para los demás hasta la muerte, debe reflejarse en la vida del cristiano en su responsabilidad para con los otros[4].
No son pocos los cristianos, incluso los movimientos de cristianos, que, a impulsos precisamente de su fe, se mueven en esta dirección. Entre otras muchas, una formulación de este cristianismo «con» y «para los demás», se encuentra, por ejemplo, en el discurso que pro­nunció Thooft Visser en la Asamblea mundial de las Iglesias, Upsala 1968. Entre otras pertinentes reflexiones, afirmó que «un cristianismo que haya perdido su dimensión vertical se habrá perdido a sí mismo. Pero un cristianismo que utilice las preocupaciones verticales como medio para rehuir responsabilidades ante los hombres, no será ni más ni menos que una negativa de la encarnación... Es hora de comprender que todo miembro de la Iglesia que rehúya en la práctica tener una res­ponsabilidad ante los pobres es tan culpable de herejía como el que rechaza una de las verdades de la fe»[5]
A este descubrimiento de Dios en el hombre es a lo que no pocos autores actuales califican de «nueva espiritualidad». Son quienes sos­tienen que «no es Dios el camino más seguro para llegar a Dios, sino el hombre». Los mismos para quienes la dimensión trascendente de la existencia «consiste en descubrir a Dios en el hombre. O bien Dios y hombre se vivencian juntos o Dios es una escapatoria. Aquí se sitúa la experiencia fundante de lo espiritual auténtico, en cualquier religión, incluida la cristiana»[6].
Este desplazamiento de lo sagrado está acorde con el pensamiento posmoderno, que está centrado, más que cualquier otro, en el hombre, en su dignidad. Hasta tal punto está centrado en el hombre que la espi­ritualidad emergente, lo sagrado posmoderno, no está fuera, más allá o por encima del ser humano, sino en el mismo ser humano, en su vida, en la interioridad de su ser único, en su dignidad humana.
Ha llegado quizás el momento para la religión de hacerse realidad en ella el pronóstico del Cardenal Newman, que, ya en su lejano día, afirmó: «Llegará el tiempo en que sólo quede la Iglesia para defender al hombre y a la cultura.» La asunción de esta responsabilidad ya está haciéndose notar en no pocas manifestaciones eclesiales. En la Carta de la Conferencia Episcopal Francesa a los católicos de su país: «Pro­poner la fe en la sociedad actual»[7], se dice: «Tanto desde el punto de vista de la doctrina como desde el de la ética, el carácter propio de la fe cristiana es el rechazo de toda separación entre la causa de Dios y la de los hombres (...). No podemos dejar que se crea que debemos optar entre Dios y los hombres, entre la fe en Dios y el servicio de los hom­bres. Muy al contrario, la fe auténtica e íntegra en el Dios de Jesucris­to implica en un mismo movimiento —que es también el propio del Hijo— la apertura al Padre y el amor al prójimo.» Ya en la antigüedad San Irineo había escrito que «la gloria de Dios es que el hombre viva, y viva en plenitud», con lo que quería decir que lo más divino es una vida plena en lo humano.

Desde el Concilio de Letrán (1215) hasta, prácticamente, el Conci­lio Vaticano II, todo el pensamiento teológico estuvo preocupado por afirmar «la desemejanza siempre mayor de Dios con respecto al hom­bre». Sin embargo, a partir del último Concilio el pensamiento teológi­co más alertado ya no separa el rostro de Dios del rostro del hombre. Entre otros pensadores que se mueven en esta línea, Martín Gelabert, por ejemplo, entre nosotros, ha escrito: «Lo divino se revela siempre en lo humano, no además de lo humano o por encima de lo humano. Tam­poco se revela como lo humano, y menos aún a costa de lo humano. Se revela en lo humano»[8]. No menos explícito y contundente es A. Torres Queiruga cuando afirma: «Dios no ha creado hombre y mujeres "religiosos", sino, simple y sencillamente, hombres y mujeres "humanos"; de suerte que ser verdaderamente humanos es la manera de ser religio­sos, y viceversa»[9].
Si la religión es para el hombre, y no viceversa, como claramente nos lo enseñó con su comportamiento Jesús (Mc 3, 1-5; 2,15-28; Lc 13, 10-17; 14, 1-6; Lc 13, 10-17; 14, 1-6; Mc 5, 41; Lc 7, 14; Mc 2,15 par; 2, 18 par; 2,23 par; 7, 1-23 par), todo en esta religión debe rezu­mar y rebosar humanidad, hasta el punto de que el cristianismo, como cualquier otra religión —y más que cualquier otra religión, pues el amor a los hombres es su específica definición— se medirá por el grado de humanismo que comporta. En este sentido, Hans Küng llega a afirmar que «según el criterio ético general, una religión es verdadera y buena si y en la medida en que es humana y no reprime ni destruye, sino que defiende y promueve la humanidad»[10]. Cristo, si lo pensamos, no pre­dicó ni ofreció un sistema de creencias, sino una forma de vida basada en el amor a los hombres. Puso el fundamento de su mensaje no en la verdad, sino en el amor: «en esto conocerán que sois mis discípulos: en que os améis los unos a los otros» (Jn 13,34; 15,12; 15,17).
La apuesta por el hombre, comporta, como exigencias mínimas, la apuesta por sus derechos. Por eso, la interpelación mínima de esta nueva sensibilidad cultural y religiosa a la religión establecida, lláme­se Iglesia, debería traducirse en una lucha por acreditarse como acé­rrima defensora y promotora de los derechos humanos, tanto dentro (ad intra) como fuera (ad extra) de ella, como valores inseparables que éstos son del mensaje del Dios encarnado. Estimular en el mundo el reconocimiento, la observancia, la protección y la promoción de los derechos de la persona humana son una exigencia del evangelio, tal como lo reconoció el Sínodo de 1974, en el mensaje de Pablo VI, que declara: «(La Iglesia) cree... firmemente que la promoción de los dere­chos del hombre es una exigencia del evangelio y que debe ocupar un puesto central en su ministerio»[11].  Afirmar que la promoción de esos derechos son exigencias del evangelio es reconocer que la evangelización está ligada a la liberación y promoción integral del hombre, suje­to de esos derechos. Esta actitud armonizaría con la mentalidad de las corrientes de pensamiento contemporáneas. En el pensamiento occi­dental de la presente hora el destino de Dios y del hombre son consi­derados inseparables. Hoy para muchos pensadores y analistas de la situación humana sólo hay Dios pensable donde hay humanidad y misericordia[12].
La Iglesia jerárquica se queja de no ser escuchada por el mundo. ¿Se esfuerza acaso ella por escuchar al mundo? Porque, mientras no haya encuentro y diálogo abierto y sincero entre ambos interlocutores, nunca se llegará a una razonable armonía entre pregunta y respuesta, entre oferta y acogida religiosa. Y diálogo no es «palabra dicha», sino «palabra a encontrar». Refiriéndose a esta escucha que debe hacer la religión al mundo, recientemente Claude Geffré ha escrito: «Todas las religiones, empezando por el cristianismo, deben estar a la escucha de los llamamientos de la conciencia humana universal en lo que atañe a las aspiraciones legítimas del hombre del tercer milenio desde el pun­to de vista de la libertad y la felicidad. Me atrevo incluso a decir que todas las religiones que bien en sus doctrinas, bien en sus prácticas, sean verdaderamente inhumanas deben reinterpretar seriamente sus textos fundacionales y su tradición»[13].
Aunque en otros apartados se hablará aquí de la necesidad de la mística y del testimonio personal, entre las propuestas para la nueva evangelización, eso no significa que la ética cristiana quede reducida a la mística o al testimonio personal. La mística, la espiritualidad y el testimonio personal deben verificarse en su capacidad para incidir en todas las dimensiones de la realidad social. Hoy, más que nunca, se requiere de una espiritualidad inserta en el mundo y sus desafíos. Uno de los mensajes del reciente «XXIV Congreso de Teología», celebrado en Madrid en septiembre de 2004 bajo el lema Espiritualidad para un mundo nuevo, fue claro a este respecto: «La presencia de los cristianos y cristianas en el mundo es constitutivo de espiritualidad, ya que su manera de vivir en la sociedad es lugar privilegiado de santificación, puesto que el cristianismo no es desprecio del mundo, sino asunción, consagración y perfeccionamiento del mismo hasta su plenitud»[14].

b ) Revalorizar la experiencia religiosa
La posmodernidad ha liberado la «experiencia», que había sido secuestrada por la modernidad, y la ha puesto en el centro de la vida. Para la sensibilidad posmoderna vale aquello que se experimenta. Es valioso lo que agrada. Una sociedad como la nuestra, definida, por sus rasgos característicos, como «sociedad de las sensaciones» (G. Schulze), produce un individuo especialmente diseñado para degustar expe­riencias, entre ellas la experiencia de lo sagrado. Este peculiar humus cultural estimula y potencia, ciertamente, la experiencia religiosa, ya que ésta, como se ha dicho, está marcada por la emoción y el senti­miento. A esta experiencia parece referirse, precisamente, santo Tomás definiéndola como «cognitio divinae bonitatis seu voluntatis affectiva seu experimentalis: conocimiento afectivo o experiencial de Dios»[15]. Al señalar y describir la «experiencia» como un desafío de la cultura actual a la espiritualidad cristiana, un autor sostiene que «las grandes tradiciones religiosas tienen que convertirse a la experiencia de la que son testigos y portadoras, tienen que convertirse en espiritualidad. El reto es grande para todas, pero más para aquellas tradiciones que más se han articulado y configurado como saber teológico y sistema moral. Tal es el caso del cristianismo»[16].
Para responder, por tanto, al reto de la nueva sensibilidad y con­ciencia cultural, la fe, aunque sea un obsequio razonable, para ser transmitida precisa contar, sobre todo, con la experiencia y el testimo­nio personal de los creyentes. Es necesario contar con la mística, ade­más y por encima de la ascética y de la apologética. Hay que verificar la validez del discurso cristiano a través de la experiencia, más que a través de palabras y de dogmas. Hay que testimoniar la fe a base de ortopraxis, y no de ortodoxia.
El televidente posmoderno —por ese ras­go sentimental que, según Schulze, le distingue— prefiere escuchar y degustar experiencias, historias de vida, cuanto más emotivas, mejor -recuérdese el éxito de programas de televisión como el Gran Herma­no, Tómbola, Operación Triunfo, etc...-, antes que discursos abstractos y de carácter normativo y doctrinal. Por eso el lenguaje religioso, auténticamente comunicativo, el hablar de Dios a los hombres en la hora actual, tiene que ser un hablar desde Dios, desde la propia expe­riencia de Dios, lo que hoy se conoce por lenguaje kerygmático.
¿A qué es debido el actual espectacular auge del pentecostalismo-carismático, sino al primado que en este movimiento se da a la experiencia y los sentimientos religiosos sobre el discurso teológico?[17] Es obvio que, para ser protagonista en esta tarea evangelizadora, requisito imprescin­dible es tener esa experiencia, pues, como diría alguien, el sabor de la manzana sólo puede ser conocido y contado por quien la ha comido. Porque, como diría Ortega y Gasset, la experiencia de Dios, como la experiencia de la vida, es un sabor.
Esta tendencia conlleva también la revaloración de la emoción y los sentimientos (el pathos), donde se ubica y desarrolla la mística, recon­ciliándolos con la razón (el logos). La cultura posmoderna, no conviene olvidarlo, es la cultura del feeling. Como dice David Lyon, «lo que inte­resa destacar es que es fácil concebir erróneamente la religión como conducta meramente habitual (como ir a la iglesia) o como actividad cognitiva (creencias lógicas), mientras que en realidad también tiene que ver —y más profundamente— con la fe, la identidad y aspectos no cognitivos de la vida, como la emoción»[18]. ¿Quién, después de la apa­rición de «Lo Santo» (Das Heilige, 1917), la renombrada obra de Rudolf Otto sobre las modalidades de la experiencia religiosa, puede poner en duda los componentes irracionales de la religión (emoción y sentimientos), sobre todo en su dimensión mística? Lutero, cuya influencia sobre el pensamiento de Otto es innegable, solía decir que a Dios no se le puede concebir, pero sí se le puede percibir y sentir[19]. El encuentro, la conversación, la conversión (conversio cordis) y la relación con Dios sólo se dan a nivel de corazón. Este rasgo posmoderno debe tenerse especialmente en cuenta tratándose de las nuevas gene­raciones, para cuya sensibilidad —encarnación privilegiada de la sensi­bilidad de su tiempo—, con mucho más fundamento que para la sensi­bilidad de otras generaciones, lo que no se siente no existe. El futuro de la fe está en la mística: allí donde confluyen todas las religiones, despojadas de sus respectivas identidades particulares. Cuando, desde mediados del siglo pasado, se aborda en las reflexiones este tema, con mucha frecuencia suele aducirse la frase, atribuida, tal vez sin mucho fundamento, a André Malreaux, de que «el siglo XXI será religioso o no será»[20].
Karl Rahner, queriendo subrayar en su día la centralidad de la experiencia religiosa en el creyente cristiano del mañana, matizará la supuesta expresión de Malreaux diciendo: «El cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y públi­ca, ni en un ambiente religioso generalizado, previos a la experiencia y a la decisión personales»[21].
Conviene aclarar que lo que Rahner plantea con el término «místi­ca», como posesión ineludible para el cristiano del futuro, coincide con el que se plantea en estas reflexiones. Es decir, en Rahner, como aquí, el vocablo «mística» no está relacionado con largas horas de ora­ción o contemplación, ni tampoco con experiencias extraordinarias fuera de la vida cotidiana, ni, mucho menos, con retiradas del mundo, como normalmente el término suele entenderse. Lo que Rahner quiere decir —y estas páginas quieren expresar— es, sencillamente, «tener una experiencia personal de Dios». Autores versados en el pensamiento de Rahner interpretan esa expresión como la capacidad, la sensibilidad de captar y sentir la presencia de Dios en las tareas de la vida cotidia­na. Por eso habla de la «mística de la cotidianidad» y de la «experien­cia intensa de la Trascendencia». Se trata de una mística o experiencia que, partiendo de Dios, nos devuelve al mundo para vivir y actuar en él según el sentido y la exigencia de esa experiencia.

El desafío al que nos enfrentamos es muy claro: o descubrimos y vinculamos a Dios en nuestra vida cotidiana, o nos quedamos sin fe en Dios. El reto, por tanto, se traduce en hallar a Dios en todas las tareas de la vida y en todas las cosas criadas. Lo que significa hacer de nues­tra vida el lugar de encuentro y relación íntima con Dios, o, lo que es lo mismo, actuar en el mundo —no escaparse del mundo— desde la expe­riencia de Dios.

El P. Congar, por su parte, «aseguraba que el catolicis­mo actual, o desarrolla el esqueleto de la vida cristiana, la experiencia y la vida interior, o no tendrá posibilidades de supervivencia»[22]. Rei­vindicar, por otra parte, la mística, esto es, la experiencia de Dios en la religión, es obvio, pues una religión, que carece de mística, ¿en qué se diferencia de una mera ideología?
En ese posible «futuro místico» el discurso sobre Dios no será ya la «teología», sino la «teopraxia», no serán los dogmas, sino las experien­cias de Dios. Ahí están, como ejemplo de estas experiencias, los escri­tos y el testimonio de los místicos. La carencia o pobreza de estos tes­timonios espirituales en Occidente, desde el triunfo en este ámbito cul­tural de la modernidad, se debe, fundamentalmente, a la adopción por el pensamiento religioso/teológico del paradigma de la Ilustración, caracterizado por la visión racionalista de la realidad; a los ejercicios de San Ignacio -meditaciones de carácter eminentemente refle­xivo/racio nal y moral-, que han sido, desde su aparición, el vademé­cum de la espiritualidad católica; y al creciente legalismo/juridicismo en la Iglesia, puesto de manifiesto en la imposición de la racionalidad y la rígida ortodoxia doctrinal a todas las manifestaciones religiosas, incluidas las mismas experiencias místicas.
Hay quienes piensan que la actual crisis de la religión/Iglesia no hay que buscarla en el racionalismo moderno, ni en la secularización, ni en el pluralismo, ni siquiera en el hedonismo ambiental. La crisis hay que buscarla en la misma religión/Iglesia. Concretamente, la crisis está en sus contenidos y, en último término, en su mensaje como tal. Estos autores sostienen que el cristianismo ha terminada configurán­dose como una religión de creencias, y no de experiencia, es decir, en una «religión aceptada fundamentalmente vía razón y voluntad, pero no vía experiencia. En el fondo..., aceptada vía autoridad». Por eso, al hablar de las causas de la crisis sostienen que «no se trata de la oposi­ción tradición/modernidad. Se trata de la oposición imposición/expe­riencia, autoridad/vivencia personal». Lógicamente, el rechazo de la religión lo achacan a la misma religión por «no ofrecer verdades experienciales, creíbles». Por eso —dicen—, si quiere volver a tener acogida ahora «la religión... tendrá que articularse sobre sí misma, sobre su propia experiencia, sobre sus propios hallazgos, sobre su propia creati­vidad y creaciones, como el arte»[23].
Se llega a las conclusiones precedentes porque, como sostiene otro autor, «la crisis religiosa llega, por lo general, cuando todo el aparato religioso —credos, dogmas, ritos, mandamientos, prácticas, organiza­ción eclesial- deja de estar inspirado por una experiencia de fe; cuan­do detrás de la religión no hay ni mística ni espiritualidad»[24]. Y, a juz­gar por sus constataciones, estos analistas del hecho religioso descu­bren que «detrás de la confesión de fe a base de credos y dogmas no siempre hay una experiencia viva de fe. Detrás de los ritos, cultos y ceremonias no siempre hay una vivencia mística. Detrás de los rezos no siempre hay oración y comunicación con Dios. Detrás de los man­damientos no siempre hay una experiencia amorosa de la alianza con Dios o la alegría de haber descubierto el Reino de Dios. Detrás de las instituciones eclesiales no siempre está presente la mística del servicio y del amor»[25]. Para estos expertos en el fenómeno religioso, la afirma­ción de la espiritualidad des-institucionalizada, que enarbolan los nuevos movimientos religiosos, está señalando y poniendo a prueba la debilidad de la fe y de la experiencia mística en las Iglesias y religio­nes históricas.
Conviene dejar bien claro el significado que en estas reflexiones tie­ne el término «mística», sobre todo teniendo presente el panorama de total irrelevancia que hoy ofrece la situación de la fe en el contexto cul­tural de Occidente. Como ya hemos indicado, la fuga mundi para el cristiano contemporáneo comprometido no debe interpretarse como una huida de este mundo, sino, todo lo contrario, como el compromiso con el mundo, para mejorarlo en justicia, igualdad y fraternidad. Una fe encarnada, ya se ha señalado, debe traducirse en acciones concretas por el mejoramiento del mundo en todo el ámbito del habitat humano. A esta conclusión llegan los mejores analistas de la situación. Así, entre nosotros, Juan L. Ruiz de la Peña afirmará: «Los cristianos... no podemos refugiarnos en una religiosidad íntima e intransitiva, en una espiritualidad afectiva y emotiva, en la gratificante vivencia de la sal­vación personal-individual al interior de un movimiento más o menos carismático. Ello significaría, amén de una dimisión culpable de nues­tro papel de levadura, sal, luz del mundo, hacer el juego a los tropis­mos aislacionistas y al pasotismo insolidario que acecha hoy a las con­ciencias de tantos de nuestros contemporáneos»[26].
Conviene aclarar también que, cuando hoy se habla de teología experiencial, no sólo se entiende la teología que se hace partiendo de la experiencia de Dios, sino también la que se hace partiendo de la experiencia concreta del propio destinatario. Es decir, la reflexión teo­lógica debe hacerse desde la experiencia de Dios y desde la experiencia del hombre, a quien se trata de evangelizar. La experiencia del hombre está ligada y condicionada por la circunstancia sociocultural en la que su vida está situada. Y es desde esta circunstancia desde la que hay que hablar al hombre, para que el lenguaje religioso tenga sentido y capacidad de interpelación para él. Es la que se conoce por el nombre de «teología contextual».
Es obvio que si el hombre —en descripción de Ortega— es «él y su circunstancia», cualquier oferta religiosa/teológica que se le haga con garantías de poder ser comprendida y posibilidad de ser aceptada debe serle propuesta desde el conocimiento de la circunstancia o contexto cultural en el que el destinatario vive inmerso[27]. Pues la fe, como cual­quier otra experiencia, se vive y expresa siempre en una determinada situación, situación que influye en la manera de vivirla y de expresar­la. Aunque esta teología responde o se aviene mejor con el fenómeno de la «glocalización»[28]  que con el de la «globalización», no, por eso, debe acoplar su mirada a los reducidos límites locales y acortar su perspectiva de horizonte siempre universal. Es decir, debe procurar compaginar localismo y universalidad, comunidad local y catolicidad. Esta mirada ecuménica es singularmente relevante hoy que comienza a hablarse del advenimiento de un cristianismo global o, por otro nom­bre, de una próxima cristiandad[29].
En el marco del diálogo entre fe y cultura —asignatura todavía hoy pendiente en la Iglesia— puede considerarse afín a la «teolo- gía contextual» la «crítica teológica». Es éste uno de los métodos más adecuados para establecer un diálogo teológico realmente vivo con las ideas y los valores contemporáneos, ya que el diálogo es planteado en las fuentes mismas de la creatividad cultural. Las obras culturales y científicas más significativas del momento son, de hecho, las creaciones que mejor responden y mayormente conforman la mentalidad de la época. Ellas son el lugar donde se encuentran las ideas-fuerza que irrigan el contexto cultural que envuelve y permea toda experiencia humana que en ese entorno se da. Ese fue, exactamente, el diálogo que hicieron los grandes pensadores cristianos de la antigüedad. Entre los ejemplos en nuestro tiempo de esta «crítica teológica» hay que señalar el admirable y conocido ensayo Literatura del sigo XX y Cristianismo, de Charles Moeller.
No faltan expertos analistas que sostienen que sólo «la religión del siglo XXI, profundamente anclada en la experiencia espiritual, será la que se atreva todavía a la crítica valorativa de toda provisionalidad frente a la definitividad y a la utopía; la que clame en el desierto con­tra los explotadores y opresores confrontados con la justicia y el derecho; la que derribe los altares del culto falso frente al primado inexora­ble del amor; la que desenmascare la pretendida fe intimista y escueta frente a la prioridad de la práctica de la caridad operante; la que inva­lide la recurrente pretensión de libertades formales sin espacios reales para la liberación de los envilecidos» (Alberto Parra)[30].
c)  Recuperar la fiesta
Si la fe y la salvación son gracia y don de Dios, y no esfuerzo y con­quista humana, la fe cristiana debe promover la libertad y la alegría de vivir propias de los que se sienten ser hijos de Dios, potenciando un cristianismo festivo y celebrativo.
El ser humano, se ha dicho, es «esencialmente festivo e imaginati­vo»[31]. La fiesta es una expresión que nace de las pulsiones más hondas —y, por hondas, sagradas— del ser humano. Nada de extraño, por eso, tie­ne que su origen arranque de la vivencia colectiva y social de lo sagrado. Se la ha definido como «la expresión comunitaria, ritual y alegre de experiencias y anhelos comunes, centrados en un hecho histórico pasado y contemporáneo»[32]. Ha sido en todo tiempo una auténtica catarsis depuradora que lleva al reencuentro del hombre con Dios, con los demás y consigo mismo. Ha significado siempre la experiencia de un tiempo peculiar, de exaltación y de éxtasis. Y es que la fiesta en su pulsión y expresión es mucho más afín a Dionisos, a la Vida, que a Apolo, a la Razón. No es extraño, por eso, que, como sostiene Roger Caillois, se caracterice por la danza, el canto, la agitación y el exceso[33].
La fiesta representa para la memoria y el deseo del hombre un tiem­po de emociones intensas y de metamorfosis de su ser. De hecho, en la fiesta se produce una «ruptura» en y con la vida cotidiana. Lo cotidia­no, desde el vestir al comer, desde el trabajo al descanso, desde el relacionarse hasta el divertirse, todo cede paso a lo extraordinario, a lo nuevo, a lo insólito, a la exuberancia vital.
En general, «la fiesta es testimonio de una vida que triunfa de todo obstáculo y homenaje al principal héroe de ese triunfo. Es el sueño del paraíso con licencia para expresarse»[34]. Esta afirmación del triunfo sobre la derrota, esta celebración de la vida sobre la muerte, debe lle­var en nuestros días a reconciliar el cuerpo con el espíritu, enemigos hasta ahora irreconciliables. Como dice un autor: «Hay demasiado moralismo en nuestra predicación. Sermones y homilías enfatizan lo que los hombres han de hacer, en lugar de invitar a celebrar lo que Dios ha hecho con nosotros. Los creyentes acarician la secreta preten­sión de guardar los mandamientos para salvarse, en lugar de vivir esos valores porque han sido salvados»[35].
En esta su dimensión festiva y celebrativa habría que encontrar en el cristianismo ese sentido del cuerpo en la oración, de fiesta en la liturgia, de calor humano en la celebración, que se encuentran, por ejemplo, en los happenings laicos. Una liturgia, en fin, «donde cuerpo y espíritu, palabra y signos, naturaleza y creación humana, música y mesa» (J. M. Mardones) se aúnen en total armonía. Esta fe «fruitiva» debe saber aceptar y disfrutar de todo lo bueno y bello que ofrece la vida. Que es lo más; pues cuando Dios dio por terminada la creación «vio que todo era bueno». Debe promover liturgias numinosas donde el participante sienta el estremecimiento de lo tremendo, lo misterioso y lo fascinante en su comunicación litúrgica con Dios. En este sentido, no pueden pasar desapercibidas ni dejar de interpelar a las iglesias las palabras que Jean Onimus escribió un no lejano día:
«Hay infinita­mente mayor potencial específicamente religioso en las explosiones líricas, los gritos de júbilo, las efusiones angustiosas y los trances poé­ticos de la contracultura que en las ceremonias de los cultos institu­cionalizados»[36].
Sería recomendable a los liturgistas de nuestros días la atenta lectu­ra de lo que sobre la liturgia del futuro escribió, ya a finales de los sesenta, A. M. Greeley, en su obra Religión in the Year 2000. En ella Greeley les sugiere —y les explica el porqué— que beban en las fuentes del mundo psicodélico (the world of psychedelia), donde encontrarán todos los elementos más genuinos de una auténtica, atrayente y origi­nal liturgia. En efecto, el «mundo psicodélico» es extático, pues tiende y busca el éxtasis, una situación fuera de lo racional y cotidiano; pri­mordial, o, lo que es lo mismo, prerracional; contemplativo, dado que va en pos de la verdad sobre las apariencias; ceremonial, porque busca simbologías exóticas y esotéricas; ritualista, ya que a través del sonido y el movimiento intenta provocar la comunicación humana; comunita­rio, puesto que todo su empeño es estimular y encontrar la unión/fusión entre las personas reunidas; sexual, impulso que subyace en la mayo­ría de los fenómenos religiosos[37].
El cristianismo es, ciertamente, cruz (referente de dolor y muerte), pero también, y sobre todo, es resurrección (referente de vida, felicidad y gloria). La Pascua, y no la cruz, es y debe ser el centro del calendario cris­tiano. Porque, como nos señala san Pablo (1 Col 15, 12-28), la resurrec­ción y no la crucifixión es el hecho axial del cristianismo. No olvidar nun­ca que el Dios del Nuevo Testamento, es decir, el Dios de Jesucristo, es un Dios Padre, un Dios de Misericordia y de Amor, no un Dios Justiciero y de Temor, como lo es el Dios del Antiguo Testamento. Y en la Iglesia se ha tendido y se tiende todavía en la actualidad a ver y a predicar mucho más al Dios del Antiguo Testamento que al del Nuevo. De ahí resulta que, siendo éste, como mensaje de amor, un mensaje de libertad y de alegría, se le transmite y percibe, generalmente, como de intimidación.

En nuestra Iglesia todavía sigue haciéndose hoy mucho más hinca­pié en el Crucificado que en el Resucitado, cuando se sabe que el ori­gen histórico de esta primitiva preferencia por la exaltación de la cruz es una motivación circunstancial. Existe, además, una específica espi­ritualidad ligada a la cruz. Y con la «espiritualidad de la cruz» están relacionadas ciertas actitudes religiosas que, por sus características psicológicas, pueden ser calificadas de actitudes masoquistas y sádi­cas de la religión, ya que todo su empeño se dirige a buscar y encontrar la felicidad en la autonegación y el sufrimiento[38]. La constatación de estos hechos —por lo demás evidentes— en nuestra religión llevó a Nietzsche a hacer esta mordaz recriminación a los cristianos: «¡Mirad a los cristianos! Siguen a un resucitado, pero sus caras son de muer­tos». ¿Cómo iba a creer en estos cristianos que, siguiendo a un salva­dor, no tienen cara de redimidos? «Los sacerdotes —dice en otro lugar— no conocían otra manera de amar a su Dios que clavando a los hombres en la cruz. Pensaron vivir como cadáveres y vistieron de negro su cadá­ver; hasta en su discurso percibo todavía el olor de las cámaras mor­tuorias... Para que yo aprendiese a creer en su redentor tendrían que cantarme mejores canciones; y sus discípulos tendrían que parecerme más redimidos»[39]. Parece —dice otro autor— como si de sus evangelios los cristianos hubiesen arrancado las páginas de la resurrección. De seguro que si la Iglesia no siguiera predicando este Dios, ante un hecho doloroso, como el acaecido en nuestros días en Madrid —el suce­so del 11- M— nunca se habría llegado a escribir cosas como esta: «¿Por qué la Iglesia no se apropia de la belleza de la tierra y se decide, por fin, a apacentar sólo nuestros placeres en vez de aceptar a un Dios tan cruel?»[40].
d) Promover una fe crítica e ilustrada
Para evitar en el futuro el culto y trato idolátrico con Dios, como ha sucedido frecuentemente hasta ahora, es preciso presentar la fe de for­ma más pura y creíble, despojada de todas sus sedimentaciones y excrecencias culturales; y, una vez hecha esa labor, vivir y saber dar razón de esa fe. Porque, a menudo en el pasado, y todavía con frecuen­cia en el presente, la fe tradicional -ha escrito alguien- ha adorado y dado culto al dios de la cultura heredada más que al Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo (J. M. Mardones). Ha pasado ya el tiempo del creyente de la fe del carbonero. El creyente de hoy y de mañana debe saber dar razón ante los demás de su fe. En el creyente del futuro la fe crítica debe sustituir a la fe crédula. «El cristianismo de hoy y de mañana tiene que compaginar ilustración y piedad, fervor y crítica [...] No hay fe de espaldas a la razón. No se puede creer contra la razón ni al margen de ella»[41].
Una fe, por otra parte, que no se armoniza con la razón y la ciencia, ni es fe auténtica, ni tiene, por eso mismo, futuro. La fe no se constru­ye ni puede construirse contra la razón, sino a su favor. El afamado científico Albert Einstein veía tal relación y armonía entre religión y ciencia, que afirmaba que «la Ciencia sin Religión es coja, y la Reli­gión sin Ciencia es ciega». El convencimiento de esta interrelación le llevó a la conclusión de que «el científico ha de ser un hombre profun­damente religioso». ¿Ese mismo razonamiento no podría impulsar a los teólogos a «ser profundamente científicos»? Así se evitaría que la fe cristiana, que es y debe ser siempre luz, no se torne oscurantismo, del que en el pasado ha podido ser con frecuencia, y con razón, justamen­te acusada. Porque la cualificación científica de los pensadores cre­yentes es la única manera de poder responder adecuadamente, desde el ámbito de la creencia, al reto del diálogo entre la fe y la cultura/ciencia. El físico y teólogo Russell sostiene que «la religión es incapaz de hacer persuasivas sus afirmaciones morales o su efectivo confort espiritual, a menos que sus afirmaciones cognitivas sean creí­bles»[42]. Hoy, cuando la ciencia, que ha sido instrumento de seculari­zación, está siendo medio para legitimar una nueva forma de religiosi­dad, la cuestión de la «dignificación racional y cultural de la fe» (F. Sebastián Aguilar) se impone, más que nunca, como la cuestión mayor y más urgente para la Iglesia.
Es ya hora también de empezar a replantear y reformular, «recodificar», las viejas creencias en conformidad con la más reciente herme­néutica científica bíblica y los nuevos estados de conciencia enraiza­dos en las nuevas sensibilidades socioculturales del entorno vital. Es necesaria una apropiación crítica de la tradición. «La subsistencia vital de la tradición no es la permanencia estática de un depositum fidei a conservar fielmente [...]. La verdad objetiva de la tradición sólo es señalada, y no es en modo alguno contenida, en las fórmulas, porque sólo permanece verdadera en cuanto pensamiento vivo»[43].
No hay que perder de vista el sentido histórico de la fe. Con esto quiere decirse que cada dogma tiene una comprensión diferente a tra­vés de la historia, pues cada dogma responde a un tiempo, y como tal hay que entenderlo. Fijar, como dice al respecto J. Martín Velasco, una tradición en una esencia invariable es el mejor modo de perderla. Una fe acrítica sólo conduce al ghetto de la superstición o al fanatismo fun-damentalista. Y si de algo adolece en la actualidad la fe es precisa­mente de su falta de fundamento científico crítico. De esa carencia ha surgido el drama religioso de nuestro tiempo: el de la «ruptura entre cultura y evangelio».
Esto no quiere decir que la fe haya que vivirse racionalmente. Todo lo contrario. Debe vivirse como lo que es: una experiencia saturada de confianza. Una vez fundamentada críticamente, y despojada de sus ropajes o adherencias culturales, hay que vivirla con esa «segunda ingenuidad» de la que habla Ricoeur, es decir, con la misma esponta­neidad y sencillez del creyente ingenuo.
Partiendo de la situación en que se encuentra el hecho religioso en el mundo occidental contemporáneo, Claude Geffré aboga por esta fe crítica con estas palabras: «La situación histórica del "creer" no per­mite conformarse con una fe ingenua. Será preciso hablar más bien de la "ingenuidad segunda" de una fe que ha pasado por la prueba crítica [...]. La fe en Dios se ha hecho hoy problemática. Debe superar la prue­ba crítica que procede de la sospecha ejercida frente al discurso cris­tiano tradicional. No podemos contentarnos con una fe ingenua que no tiene en cuenta la crítica marxista de la religión como ideología, la crí­tica nietzscheana del cristianismo como enfermedad del hombre bajo el signo del resentimiento, y la crítica freudiana de las ilusiones de con­ciencia. En cambio, por lo que se refiere a la fe que ha pasado por la prueba crítica, hay que hablar de una ingenuidad segunda»[44].

El mismo Geffré nos aclarará qué es lo que él entiende por fe críti­ca: «Tener hoy una fe crítica y responsable -escribe- es producir una nueva interpretación del mensaje cristiano, teniendo en cuenta nuestra situación histórica y la tradición que produjo el texto original [...]. Con la garantía del don del Espíritu y de una fe vivida en comunidad, la continuidad no debe buscarse en la repetición mecánica de un mismo mensaje doctrinal, sino en la analogía entre dos actos de interpreta­ción»[45].
En general, dentro de las tareas que conlleva una fe crítica e ilus­trada hay que contar con cierto ejercicio de «deconstrucción» en todo el sistema cristiano católico: creencias, valores, normas, legitimacio­nes, instituciones..., con el fin de despojar a sus contenidos de todas sus excrescencias obsoletas y, al mismo tiempo, dotarlos de credibili­dad/inteligibilidad para la nueva conciencia que hoy priva en una humanidad llegada a «mayoría de edad». Deshelenizar el cristianismo sería una de sus metas[46].
Por lo que toca a la responsabilidad de los líderes y pensadores de la religión, esta fe ilustrada comporta la urgente necesidad de crear un lenguaje religioso comprensible e interpelante para el hombre de hoy, tanto a nivel de «cultura alta» como de «cultura media» y «cultura baja». En concreto, en la promulgación popular y masiva del mensaje de salvación hay que tener en cuenta que el lenguaje que domina nues­tra cultura de masas es un lenguaje predominantemente audiovisual, sustentado en la «imagen» y el «sonido», que no persigue convencer por la argumentación, sino por la seducción.
En este sentido, todos los versados en el tema de la comunicación coinciden en señalar que el lenguaje escrito, oral y audiovisual con que hoy sigue transmitiéndose la fe está, en general, totalmente obsoleto, por estar desconectado de la sensibilidad y comprensibilidad de los hombres de hoy. La Iglesia parece desconocer o, al menos, no hacer demasiado caso de la célebre tesis de Marshall Mc Luhan de que «el medio es el mensaje»[47]. No han caído toda- vía en la cuenta los jerarcas del catolicismo de que, como la catedrática de Ética y Filosofía Política Adela Cortina ha escri­to, «los medios crean realidad y conciencia, pueden hacer creer a los ciudadanos que las cosas y las personas son como ellos las muestran, "dan el ser" a unos acontecimientos y personas y se la niegan a otros, porque en una sociedad mediática "ser es aparecer en los medios"». Y es que, como decía la misma catedrática, «vivimos en una construc­ción mediática de la realidad»[48].
Sobre el grado de desvinculación y alejamiento de la Iglesia respec­to a los mass-media —los «nuevos lugares teológicos»—, un experto ha escrito: «Estos hombres y mujeres actuales no toleran en su inmensa mayoría los estilos de comunicación que utiliza todavía predominante­mente la madre Iglesia. No es mala voluntad. Es simplemente distinta frecuencia de emisión y recepción»[49]. La explicación de esta desco­nexión nos la da otro especialista: «La Iglesia está anclada aún en el método Gutenberg, mientras la nueva humanidad está ya en la galaxia Marconi»[50] .
El cambio tecnológico y, con él, el cambio social va tan acelerado que hoy, queriéndolo o sin querer, estamos inmersos en una era cultu­ral de lo icónico y audiovisual, de lo digital y lo telemático; lo que sig­nifica un nuevo paradigma de la discursividad, del tratamiento del saber. De hecho, la llamada nueva «religiosidad on-line» se está desa­rrollando/difundiendo a través de la red de internet. ¿Por qué no va a ser también internet un nuevo foro para la proclamación del evangelio? Esto comporta, naturalmente, el reto de «traducir» a los nuevos len­guajes de la cultura digital todo el acervo de riqueza doctrinal, moral, litúrgica y pastoral de la Iglesia.
Hablando sobre el reto de las nuevas tecnologías de la comunica­ción y la información (TCI) a la religión, David Lyon, entre otras cosas, ha escrito: «Sólo encontrarán voz los grupos que sean capaces de codi­ficar sus mensajes, sus símbolos, de tal manera que se adapten a los nuevos medios... No hay duda de que los grupos que carezcan de esa capacidad mediática verán por ello mismo limitada su capacidad para comunicarse en el seno del gran movimiento de corrientes cultura­les»[51].
e) Predicar una fe transmitida a través del testimonio y de la propuesta personal y promotora de comunidades cálidas y abiertas
Como en el cristianismo primitivo, el camino mejor, si no único, para transmitir hoy la fe en una situación calificada de cristianismo de «diáspora» (K. Rahner), como es la actual circunstancia del cristianismo en Europa, es la propuesta dirigida personalmente a la persona a través de la interpelación de nuestra conducta. La proclamación cara a cara y a través del testimonio personal.           
No son ya las instituciones tradicionalmente encargadas de esta función las que realizan en la actualidad esta misión, porque éstas de por sí ya no transmiten ni el legado ni experiencias de fe. Se terminó en Europa el sistema tradicional de la transmisión de la fe. Las agencias tradicionales a través de las cuales se socializaba en este continente a las nuevas generaciones en la creencia: la familia, la escuela y la igle­sia, ya no cumplen esta misión.
Ante la dejación e ineficacia de las agencias o instituciones tradi­cionales, se hace necesario la transmisión a través de la propuesta directa y el testimonio personal del creyente. Es decir, «la transmisión bajo la forma de propuesta dirigida personalmente a la persona, y que reclama de ella una acogida y una apropiación personales»[52]. Ya lo declaró Pablo VI en la encíclica Evangelii nuntiandi: «La Buena Nue­va debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio»[53]. En esta personalización de la propuesta radica, precisamente, la res­ponsabilidad personal de cada creyente —la vocación misionera de cada creyente— en relación a la transmisión de la fe.
En nuestro mundo de hoy el mensaje de la fe, como toda otra clase de oferta, debe estar personalizado. Sobre esta personalización ha escrito J. Martín Velasco: «La transmisión de la vida cristiana no se efectúa tanto por la proposición oficial de enunciados de fe, dogmas, principios y normas, cuanto por la posibilidad real de una identifica­ción práctica con personas y grupos en que se han hecho realidad viva —y, así, oferta de sentido vital para otros— aspectos fundamentales de esa "forma de vida" en que consiste el cristianismo. Sólo así hay posi­bilidades reales de transmisión, y esas posibilidades serán tanto mayo­res cuanto más numerosas y vivas sean las comunidades dispersas por el mundo y encarnadas en él que estén implicadas en esa transmi­sión»[54].
El mayor problema en el ejercicio de esta misión radica en encon­trar creyentes capaces de dar este testimonio de fe. ¿Qué cualidades deben poseer hoy los agentes transmisores de una fe creíble? «La pri­mera condición para comunicar la fe de forma creíble y significativa —ha escrito J. Lois— podría formularse así: la comunicación ha de bro­tar o estar enraizada en una experiencia gozosa y liberadora de la fe, capaz de percibir su carácter atrayente y hasta fascinante, su belleza y fecundidad. Es la experiencia que se da en el seguimiento de Jesús vivido en el seno de una comunidad creyente. Sólo ofertan la fe con credibilidad los convertidos, es decir, aquellos a quienes Dios les ha salido al encuentro en Jesús, les ha llamado y han respondido con fide­lidad gozosa»[55].
No son pocos los analistas del fenómeno religioso que coinciden con la propuesta de Lois. No es tampoco fácil disentir. Sólo los creyentes así cualificados podrán llevar a cabo cumplidamente la misión evangelizadora que hoy reclama la situación en se encuentra la fe. La misión del creyente contemporáneo nos la describe J. M. Mardones en estos términos: «La tarea que nos espera -escribe- en el próximo futuro es ser testigos y guías del Misterio. Vivir la presencia de Dios en la reali­dad de cada día. Empaparnos de su agua para después ejercer de "gurús ", propedeutas, iniciadores e introductores en los caminos de la experiencia de Dios. Porque lo que vale es la experiencia de una mis­teriosa presencia que responda a los porqués de una vida, a los que no responde la ciencia ni la funcionalidad técnica. Ofrecer experiencia de sentido en un desierto instrumental y eficacista, ésta es la tarea de mañana que empieza ya hoy. Ser testigos de una presencia inverificable pero auténtica. Animar a seres humanos en busca de caminos, pero sin la brújula del sentido»[56]
El problema del cristianismo en la hora actual es que la imagen del cristiano ya no produce impacto en el hombre actual. Como dice J. Girardi: «El escándalo de los "creyentes" no reside en que pueda haberse registrado tal o cual crimen, sino en que no pasa absolutamente nada, en que todo transcurre como si ellos no existieran. El cristia­nismo no tiene ninguna novedad: no maravilla al mundo»[57].
Entrarían a formar parte de esos grupos o comunidades testimonia­les las que recientemente Jorge Girau ha calificado de «comunidades eclesiales de testigos que, por gratitud al don de Dios, se empeñen en vivir el mandamiento del Señor, la caridad, entendida como relación interpersonal de los que nos hacemos recíprocamente responsables en todos los aspectos de la fe y de la vida del hermano, según el modelo de los Hechos de los Apóstoles»[58]. Este nuevo sistema de promulgar hoy la fe se apoya y refuerza en el fenómeno sociológico, que nos describe largamente G. Lipovetsky en su obra La era del vacío, según el cual, en el mundo posmoderno la «seducción» ha reemplazado a la «convic­ción» en todos los órdenes de la vida[59].
Esa fe, personalmente transmitida, debe generar, a su vez, grupos o comunidades abiertas y fraternales. Hoy lo que buscan las personas —sobre todo si éstas son jóvenes— son grupos-hogar que respondan a sus necesidades personales en el aquí y ahora de su circunstancia vital. Frente a una sociedad caracterizada por el «anonimato»[60], por la desaparición en ella del calor humano —por lo que ha podido ser defi­nida como «un mundo sin hogar»[61]—, las comunidades de fe —por más motivos que cualquier otra clase de comunidad— deben ser asilos de humanidad e islas de humanización. Como se dice en el informe del Vaticano de 1986, tienen que nacer «comunidades más fraternas, más humanas, preocupadas por una fe viva, comunidades que oren, comu­nidades misioneras volcadas hacia el exterior, comunidades abiertas a los que se sienten excluidos y marginados». Comunidades, en definiti­va, hogar, que den acogida, calor, protección y orientación en la vida personal de quien en ellas se acoge. Lo cual no significa, por supuesto, definir la comunidad cristiana sólo por el grado de bienestar emocional que proporciona.

La religión debe ofrecer «lugares» y «grupos identitarios» que lla­men a entrar y no inviten a salir. «El desafío a la religiosidad de hoy y de mañana será formar comunidades fraternales, cálidas, cercanas, que ofrezcan la posibilidad del reconocimiento personal, de ser uno mismo, de obtener escucha para sus problemas y miserias, de ofrecer criterios de orientación para la vida, al mismo tiempo que compañeros, amigos e incluso hermanos»[62]. Sólo estos «grupos vitales abarcables» proporcionan el humus propicio para que surjan y se desarrollen las relaciones personales capaces de favorecer la asimilación y asunción de los valores cristianos, al darse en ellas testimonio de la verificación y la ratificación personal y social del cristianismo como forma de vida. Esto explica e incluso legitima la tendencia actual de la experiencia religiosa a refugiarse en las iglesias-comunidad y huir de las iglesias-institución.
f)  Admitir la realidad del fenómeno sectario dentro del cato­licismo
Sobra decir que aquí el término «sectario» no tiene connotación peyorativa alguna, sino todo lo contrario; indica sólo «diferencia» y «alteridad»; es decir, reconocimiento, respeto y tolerancia del otro, del diferente, del que no es o no piensa como nosotros. Respeto y toleran­cia también para las ideas que no coinciden con las nuestras, pero que pueden tener tanto valor y verdad como las nuestras. Por eso este prin­cipio a nivel institucional se traduciría en no intentar buscar la «uni­dad en la uniformidad», sino la comunión o «unidad en la diversidad». La unidad en la diversidad a través de la diferencia y la alteridad, que hoy se entienden como fragmentos de la totalidad católica.
Es tan importante en la hora actual entender en esta perspectiva la catolicidad, que con todo fundamento se ha podido escribir: «En la medida en que recuperemos la "alteridad" y la diferencia en los "conocimientos subyugados" (Foucault) de nuestra compleja y plura­lista herencia católica, tendremos también la gran oportunidad de las nuevas formas "otras" de la teología y la espiritualidad, de la filosofía y la cultura que florecen en todo el mundo católico. A veces, lo mejor que podemos esperar hoy es la recuperación de algunos "fragmentos" intelectuales y espirituales de nuestra tradición o de otras tradicio- nes... La catolicidad es esa universalidad que se realiza en y a través de las diversas formas particulares fragmentarias de la Iglesia y de la tradición en su totalidad»[63].
Es necesario y urgente abandonar un catolicismo cerrado y estáti­co, y abrirse a un catolicismo abierto y dinámico. Es de sentido común y de exigencia evangélica el optar por un catolicismo de inclusión, y no de exclusión. Esto es, posibilitar un pluralismo cristiano dentro de una misma profesión de fe. La imagen de san Pablo (1 Cor 12) de un cuer­po con muchos miembros puede entenderse como una llamada a la acogida y al respeto tanto de la unidad como de la diversidad del orga­nismo eclesial.
Hoy, más que nunca, se impone esta concepción de la universali­dad/catolicidad o pluralismo cristiano. La interpretación hermenéutica es la única manera de conseguir que la fe pueda seguir interpelando al hombre de hoy. Para una época en que tiene plena vigencia la herme­néutica teológica, «la fe no existe jamás en estado puro, sino siempre en el seno de una interpretación determinada. Pero si ha de vivir en la historia no puede quedar estancada en un tiempo determinado, sino que debe atravesarlos todos, adaptándose a sus necesidades y aprove­chando sus posibilidades... [Por eso] lo que, en definitiva, se nos pide, por estricta fidelidad al dinamismo de la fe, es trabajar en la búsqueda de una interpretación y de su correspondiente lenguaje para, rompien­do moldes culturales que ya no son los nuestros, hacer transparente su sentido originario para los hombres y mujeres de hoy»[64]. Y no es nor­mal esperar que de todos los miembros y comunidades salga una mis­ma e idéntica interpretación de la fe. No debemos perder de vista aquel pensamiento de Paul Ricoeur: la fe no debe ser comprendida «como un saber fijo perteneciente al orden de las pruebas y la sabiduría, sino como una dinámica de búsqueda perteneciente al orden de la esperan­za y la locura»[65].
Esta actitud inclusiva admitiría la posibilidad/libertad de una fe hermenéutica, es decir, permitiría cierta individualización o subjetivización en la interpretación de los contenidos de la fe frente la interpre­tación oficial absolutamente objetivada y homogeneizada. De ese modo se posibilitará el pluralismo y variedad de creencias dentro de una uni­dad esencial. Si el cristianismo es búsqueda de la verdad, más que su morada o segura posesión, hay que pasar del discurso de la Verdad poseída a la oferta itineraria de la Verdad a encontrar. Como ya dijo san Agustín, «La Verdad no es mía ni tuya, está en medio, para que pueda ser de todos.» Al no estar todos a la misma altura en el trayecto del camino, no todos participan de la misma perspectiva. Lo importante, en nuestro caso, es que todos coincidan en recorrer el mismo camino e ir en la misma dirección. Así, frente al dogma absoluto e intemporal, que se me impone desde el exterior como horizonte inalterable, estaría la verdad, fragmento y temporal, que logro descubrir en el horizonte de mi contexto o circunstancia existencial a través de mi búsqueda perso­nal. El sentido histórico de la fe me dice que cada dogma, cada norma, tiene una diferente comprensión a través de la historia. El pluralismo cultural que define a nuestro mundo reclama una compartida y «pací­fica pasión por la verdad», frente a una exclusiva y «fanática posesión de la verdad». En definitiva, hoy sólo es plausible una fe abierta, dia­logante, modesta y diaconal.
Lo mismo debe acontecer con la norma moral. Frente a la norma exterior impuesta debe prevalecer la norma interiorizada, personal­mente interpretada y responsablemente asumida. «Frente a una moral de proposiciones (moral reificada), lo que hay que reivindicar es una moral de principios, de direcciones de valor, abierta a la complejidad variante de la realidad concreta e histórica, que no sólo deja abierto un margen para, sino que exige el papel activo de la conciencia personal, la acción arriesgada y responsable del sujeto ético»[66].
La libertad de conciencia y, con ella, el derecho a ejercerla y a ser tolerada y respetada es hoy un derecho indiscutible dentro y fuera de la Iglesia. Sin embargo, hay que reconocer que el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, proclamado por la ONU en 1948, fue por primera vez asumido y reconocido en la Iglesia por el Papa Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris (1963). En este docu­mento, entre otros derechos, se reconoce que: «entre los derechos del hombre débese enumerar también el de poder venerar a Dios, según la recta norma de conciencia, y profesar la religión en privado y en público»[67].
Esta libertad de conciencia y, con ella, la libertad herme- néutica, se quiera o no, ya existe actualmente dentro del catolicismo. Lo que la situación, entonces, reclama es que lo que, afortunadamente, ya es real se haga, gozosamente, oficial. Sería lamentable que, ante el peligro, se opte por el neointegrismo.
Todo esto es perfectamente comprensible y asumible si no reduci­mos la «fides» a «veritas», sino, más bien, la interpretamos como «cari­tas», que es, precisamente, el signo distintivo del cristiano. Cristo, no lo olvidemos, no ofreció un sistema de creencias -fides ut veritas-, sino una forma de vida basada en el amor -fides ut caritas-. Hasta el Con­cilio Vaticano II se interpretó el «depositum fidei» considerando a la «fides» únicamente como «veritas». Desde el Concilio ha comenzado a entenderse y valorarse la «fides» también como «caritas». El cambio de perspectiva es enormemente importante y significativo. Hasta ahora, el «depositum fidei» ha venido interpretándose como un conglomerado de verdades a creer; a partir de esta orientación o propuesta, el «deposi­tum fidei» vendría a consistir en un cúmulo de acciones solidarias a realizar. En este sentido se ha escrito que «cuando se trata de la orto­doxia de la fe en Dios, más importante que las verdades de nuestro saber es la humanización de nuestro comportamiento»[68] . Es lo que en el campo del pensamiento filosófico llama G. Vattimo la «emergencia de la caridad en el lugar tradicional de la verdad»[69]. «Es indudable — escribirá C. Geffré— que el cristianismo se define por una determinada práctica, la practica evangélica, antes que por un determinado saber, por la adhesión a un corpus de verdades»[70].
La «caridad» vivida es la novedad cristiana, frente a la «verdad» pensada de la metafísica griega. Frente a un Dios vinculado a la tradi­ción metafísica se impone un Dios vinculado al amor humano y al ejer­cicio de este amor. El desenlace de la modernidad terminó con la pro­clamación de la «muerte de Dios». Pero ¿de qué Dios se trata? Es posi­ble que el Dios de la metafísica y de la escolástica medieval —el Dios «moral» de Nietzsche, modelado en categorías aristotélicas- haya muerto. Pero ¿acaso ese Dios-razón/verdad es el Dios-amor/caridad del Evangelio? Precisamente, «la muerte del Dios "moral" es el final de la posibilidad de preferir la verdad a la amistad», afirma G. Vattimo[71]. Es más, según este pensador, «la amistad (caritas) puede convertirse en el principio, en el factor de la verdad, sólo después de que el pen­samiento haya abandonado todas las pretensiones de fundamentación objetiva, universal, apodíctica»[72].
¿No sería, acaso, la misma constatación de Nietzsche la que llevó a Bonhoeffer a afirmar aquello de que el mundo mayor de edad es un mundo sin Dios, y quizá por esta razón es un mundo más cercano a Dios que el mundo menor de edad? Esta cercanía a Dios en el mundo mayor de edad está definida en Bonhoeffer, como en el pensamiento de Vattimo, por la cercanía al prójimo. Según Bonhoeffer, «nuestras rela­ciones con Dios no son relaciones "religiosas" con el ser más alto, más poderoso, con el mejor que podemos imaginar: ahí no está la verdade­ra trascendencia, sino que ésta consiste en una nueva vida para los otros, en la participación en la existencia de Jesús. Las tareas infinitas e inaccesibles no son las trascendentes sin el prójimo, que está coloca­do en nuestro camino»[73].
Esa acentuada tendencia que hoy aflora en el mismo ámbito cristia­no hacia el pluralismo interno lo está reclamando la actual «personali­zación» de la religión, es decir, la orientación que lleva en nuestros días la «reconfiguración» o «reconstrucción» de la religión en torno al individuo y no precisamente en torno a la institución. Porque en la sen­sibilidad religiosa de nuestro tiempo se aprecia un evidente despla­zamiento de la religión desde la institución hacia la persona, hacia las necesidades y búsquedas del individuo, haciendo que se convierta el creyente, y no la institución, en el centro de lo religioso o sacro.
Este pluralismo interno lo exige también el perfil místico y holístico que se pronostica para la religión del futuro. Pues de lo que se trata en estas experiencias es de que todos y todas las cosas sean uno, dentro de sus respectivas diferencias.
Este pluralismo interno en todas las dimensiones de la religiosidad no va contra la fe, antes al contrario, es expresión y exigencia de la ver­dadera catolicidad de la Iglesia. Refiriéndose a este pluralismo, C. Geffré ha escrito: «La Iglesia debe reconocer la legitimidad de un plu­ralismo teológico, litúrgico y ético. Lejos de comprometer la unidad en la fe en el seno de la misma Iglesia de Jesucristo, este pluralismo es una exigencia de la catolicidad de la Iglesia»[74].
Visto el objeto de reflexión desde una perspectiva externa a la pro­pia realidad de la institución eclesial, es decir, viendo, en concreto, bajo esta mirada la fragmentación de la comunidad cristiana actual­mente existente en la sociedad, en un mundo caracterizado, sorpren­dentemente, por la globalización, surge inevitablemente el interrogan­te: ¿no será para la Iglesia misión de urgente necesidad el liderar hoy con todas sus fuerzas el ecumenismo, para buscar, por el camino del diálogo, la integración de todos los fragmentos en una unidad/totalidad por todos compartida? Para tal empeño habría que compartirse aquel pensamiento de san Agustín de que «la verdad no es mía, ni tuya, sino patrimonio de todos»[75]. Sólo partiendo de esta conciencia y de que toda «religión —como ha escrito J. A. Estrada— es conciencia de alteridad y dinámica de búsqueda»[76] podrá asumirse la invitación poética de A. Machado: «¿Tu verdad? No, la Verdad / y ven conmigo a buscar­la. / La tuya, guárdatela»[77]. El mejor ecumenismo, se ha escrito, es el pluralismo religioso, en el que cada religión corrige su limitación a la par que ofrece su propia riqueza.
Es necesario y urgente buscar con ahínco para encontrar la posibili­dad de armonizar en el mundo religioso cristiano «unidimensionalidad confesional» con «pluridimensionalidad cristiana». Armonizar frag­mento y totalidad. Si catolicidad es sinónimo de universalidad y ecumenismo, ¿no es posible conciliar «unidad» cristiana con «pluriformidad» confesional, haciendo realidad la catolicidad, esto es, el deseo expresado por Jesús al Padre de «que todos sean uno» (Jn 17, 21), aun­que no todos sean lo mismo, como distinto es el Padre del Hijo?[78]. En esa tarea tal vez haya que partir del convencimiento de que a la verdad no se accede ajustando la realidad a nuestras ideas, sino procurando ajustar nuestra conciencia a la realidad y dejándonos afectar por ella.
g) Volver a la teología apofática o negativa y a la teología narrativa
Frente al que podríamos calificar de «saber fuerte» de la teología tradicional/racional, que se precia de saber casi todo sobre Dios, hay que reconocer que todo nuestro saber sobre Dios no son más que bal­buceos que intentan decir algo sobre lo indecible. Porque, ante el «totalmente Otro», es siempre infinitamente más lo que ignoramos que lo que podemos llegar a conocer, si es que racionalmente algo llegamos positivamente a conocer. Se sabe más lo que no es que lo que es. El mismo Dios revelado (Deus revelatus), como enfatiza Martín Lutero, sigue siendo para nosotros el Dios desconocido (Deus abscondüus). Para el pensamiento finito del hombre, Dios siempre será un insonda­ble misterio. Por eso, racionalmente, sobre ninguna otra realidad pode­mos sostener un «pensamiento débil» con mayor fundamento que sobre la realidad de Dios.
También, como aquí ya se ha dicho, frente a los excesos discursivos de formulaciones abstractas e intemporales de la teología tradicional, se impone hoy el lenguaje narrativo propio de los Evangelios, que, por encima de doctrinas, muestra y transmite experiencias de Dios. «Un lenguaje de la fe que continúa hablando en un sentido meramente privatizante o que, por otra parte, ya no ofrece expresión a la dimensión mística de la fe pierde por ello mismo tanto su fuerza inteligible como su vigor crítico, no sólo ante las tendencias privatizantes de nuestra cultura, sino también ante la sociedad tecnocrática basada en la ciencia y técnica de manera positivista y unilateral»[79]. En definitiva, fren­te a los consabidos metarrelatos y argumentos abstractos -que preten­den explicarlo todo, hasta la misma realidad de Dios— se impone el relato o narración concreta y personal que transmite experiencias per­sonales de Dios. Frente a los grandes relatos, el fragmento o pequeño relato de experiencias personales. Como antes se ha señalado, frente a la ortodoxia, la ortopraxis. ¿Qué narra, de qué habla, por poner un ejemplo, Kiko Argüello, el iniciador del Camino Neocatecumenal, sino sólo de su experiencia de conversión? Es el anuncio «kerigmático» del «creo, por eso hablo» de san Pablo (2 Cor 4,13).
El discurso retórico por antonomasia para comunicar una experien­cia profunda es la narración, no la argumentación. En realidad, la narración es el género literario de la experiencia. De hecho, histórica­mente «el cristianismo no es primariamente una comunidad de argu­mentación, sino una comunidad de narración, y el intercambio de la experiencia de la fe, así como de toda nueva experiencia original, no adopta la figura de un argumento, sino la de una narración»[80]. El cris­tianismo pasó de ser comunidad narrativa a argumentativa al contacto con el mundo helenístico. Cuando la razón empezó a sustituir a la vida. «En el contacto con el mundo helenístico perdió su inocencia narrati­va, pues en la cultura griega la narración (el "mito") estaba subordina­da desde hacía tiempo al razonamiento (al "logos")»[81].
La nueva espiritualidad que hoy surca y aflora en el entorno de nues­tras vidas camina al margen de la religión establecida. Hoy no convoca ni suscita interés la oferta oficial exterior, sino la personal «necesidad interior». Robert Wuthnow nos describe la transformación de la vida religiosa como el paso de su condición de «morada» a la de «búsqueda»[82]. Por eso es una espiritualidad que va en pos de la búsqueda y no de la dádiva y recepción exterior. Es, como alguien la ha calificado, una «espiritualidad del camino y la búsqueda» (J. M. Mardones). Esta orientación hacia la búsqueda personal afianza más la idea de que lo que hoy se precisan no son tanto sacerdotes y doctores sabios, que ofrez­can verdades, como compañeros de viaje en el descubrimiento y la degustación de la verdad encontrada. Más que de teólogos, se necesitan mistagogos: maestros o gurús espirituales, que acompañen en la bús­queda y la experiencia compartidas de la fe. En la pedagogía de la fe la catequesis/enseñanza debe ser sustituida por la mistagogia/guía acom­pañada en la búsqueda e iniciación en el Misterio.
Desde el punto de vista intelectual, la teología filosófica tradicional deberá sustituirse o, al menos, complementarse con teologías narrati­vas, simbólicas, poéticas y biográficas. Esto es, con «teopraxias» o teo­logías místicas. Ésta fue la gran intuición y práctica de san Agustín. Si se puede hablar de una «racionalidad cordial» en Agustín[83], con el mismo fundamento puede hablarse de una posible «teología cordial» (theología cordis), frente a la que, luego, se impondría en el cristianis­mo como «teología racional» (theología rationis). En esa teología el conocimiento del objeto está en función del amor puesto en la búsque­da por el sujeto, según el conocido aforismo, síntesis del pensamiento de Agustín, «res tantum cognoscitur, quantum diligitur”[84]. Ahí está también la «teología biográfica», que nos dejó en la narración que hace en las Confesiones de su propia vida espiritual[85].
Pero aquellas originales y prometedoras corrientes vitales de acción y de pensamiento no tardaron mucho en desaparecer de la Iglesia con el avance e imposición de la teología racional en el mundo cristiano a cargo de la escolástica oficial. Bastantes siglos después Lutero dirá que «la teología mística es una sabiduría de la experiencia, y no una sabiduría de la doctrina»[86]. Y «una teología puramente argumentativa—afirma en nuestros días J. B. Metz— que enmascara su propio origen a partir de un recuerdo narrativo y no lo actualiza de forma nueva y cons­tante, conduce —frente a la historia humana del sufrimiento— a mil modificaciones en su argumentación, bajo las cuales se extingue inopi­nadamente todo contenido identificable de la salvación cristiana»[87]. ¿Será este el caso de la situación de la teología escolástica actual?
Tras el cansancio de tantas cosas y tantas seguridades sobre Dios como las que la teología tradicional, es decir, racional, venía deparan­do al hombre, la nueva conciencia del hombre occidental es más pro­pensa a la acogida de una teología apofática o negativa y narrativa que a una argumentativa, como la conocida[88]. Tanto la negativa como la narrativa pretenden, como toda clase de teología, afirmar a Dios, pero en términos parecidos a los de la mística, esto es, como realidad incomprensible e inefable. Frente a la certeza y docta sabiduría de la teología conceptual de la Modernidad, la docta ignorancia, la sabia incertidumbre de estas teologías, en las que Dios se comunica al hom­bre a través de su incomprensibilidad e inefabilidad.
Estas teologías, a pesar de asegurar que lo sagrado es indecible, sostienen que ese enigma no verbalizable no es una lejana vaguedad. Lo divino no expresable, a lo que aluden, es lo real en la cercana pre­sencia de la «locución interior». Es lo real profundo, «la realidad por excelencia» o «lo realmente real» de Mircea Eliade[89], que sólo puede ser alcanzado y saboreado a través de la experiencia personal, en y desde la interioridad. Como diría Ludwig Wittgenstein en su Tractatus, lo que no se puede decir, no por eso deja de existir; está también lo que se muestra: es lo místico, lo valioso. Es decir, aunque lo místico es indemostrable e inexpresable, puede mostrarse/narrarse: «Existe lo inefable, que se muestra. Es lo místico» (6.522)[90] .
Sólo estas últimas teologías estarían en onda para sintonizar/vibrar con la nueva sensibilidad religiosa de carácter místico que hoy recorre las plazas de Occidente. Pero no es muy corriente actualmente encon­trarse uno con estas teologías en el mundo del pensamiento cristiano. Esta carencia explica esa tendencia de la religiosidad actual a buscar expresarse en moldes de espiritualidades orientales (budismo, hinduísmo, taoísmo, etc.), por encontrar en estos paradigmas mayores posibibilidades/afínidades de expresión que las que le ofrece el mode­lo racionalista del cristianismo convencional. Aunque hay que señalar que esta situación está asociada a un fenómeno más general, que hoy se está dando en Occidente: el desplazamiento desde las religiones de carácter normativo a las que proporcionan una experiencia espiritual directa, sin necesidad de mediaciones, como son todas las religiones orientales.
En cualquier caso, esa «llamada de Oriente», patentizada en la ten­dencia de la espiritualidad contemporánea a buscar su expresión en moldes de espiritualidades orientales, no deja de ser un síntoma, con invitación a un ejercicio corrector, que delata una deficiencia en la religiosidad occidental y, al mismo tiempo, una indicación que señala tanto la naturaleza de esa deficiencia, como el camino de su sanación. Es el eterno suspiro de los analistas de las culturas por la unión de los dos rostros potenciales del hombre: su componente teorético y su com­ponente estético, representado aquél en el espíritu de Occidente, y éste en el de Oriente. Fue el famoso historiador Arnold Toynbee quien predijo en 1935 que el desarrollo más importante de este siglo sería la influencia de la perspectiva espiritual oriental sobre Occidente[91].

Todo este fenómeno novedoso, a la par que espontáneo, pues no está provocado, parece indicar que es el momento más adecuado para pro­mover el diálogo entre las religiones, como recurso excepcional para el enriquecimiento de la experiencia religiosa. Sobre este enriquecimien­to interreligioso acaba de escribirse: «Lo que en este momento necesi­tamos desarrollar es una actitud que nos permita dejar que los no cris­tianos y sus tradiciones religiosas se conviertan en parte positiva de nuestra propia conciencia religiosa, es decir, de nuestra espiritualidad. La nueva espiritualidad para un mundo religiosamente plural tiene que ser una espiritualidad interreligiosa»[92].
h)   Recuperar y potenciar el auténtico sentido de lo sagrado de la religiosidad popular
Esta religiosidad se define por referencia y diferencia, en ningún caso como alternativa, de la religiosidad oficial. Es una síntesis de elementos de religiosidad cósmica con otros de carácter cristiano. Es un complejo de creencias y prácticas religiosas en el ámbito sacramental, devocional, festivo, celebrativo y utilitarista. Es una simbiosis perfecta entre religión y cultura, pues es un conglomerado formado por una amplia gama de fenómenos vitales y sociales, cul­turales y religiosos. Es, sencillamente, la manera o estilo peculiar con que un pueblo, cuya sensibilidad espiritual está modelada por el ethos de una determinada cultura, vive y manifiesta la religión que profesa.
Esta religiosidad, tan denostada en la Iglesia a raíz del Concilio bajo la perspectiva del paradigma de la modernidad, es la que en la actualidad mejor responde, dentro de las múltiples expresiones del cristianismo, a la específica demanda de lo sagrado en la sensibilidad actual. Es, de hecho, la forma de pertenencia religiosa más enraizada en la cultura popular.
No deja de tener esta religiosidad cierta relación y semejanza con los llamados «ritos de transición». Eruditos existen que a los sacra­mentos los consideran como una sacralización de los ritos de transi­ción. Lo que sí es cierto es que, aunque unos y otros corresponden a ámbitos distintos de realidad, no dejan de guardar entre sí cierto paralelismo en tiempo y en significación. Así, en el bautismo, que correspondería al acto del registro civil por el que se confiere al niño el título de ciudadano, el pueblo cristiano celebra la entrada o incorporación del niño a la ciudadanía del Reino de Cristo; la comu­nión, a la que no suele asociársele rito civil especial, es el rito de la iniciación del cristiano en la experiencia y conocimiento de la fe; en el rito de la confirmación, que se corresponde con el rito de paso profano de la adolescencia a la edad adulta, el pueblo cristiano fes­teja el espaldarazo que se da al cristiano, a quien se considera afian­zado en su fe, como poseedor de una fe adulta; en el rito del matri­monio cristiano, cuyo correspondiente rito profano es el matrimonio civil, el cristianismo santifica la unión matrimonial natural; en los ritos funerarios, que en mundo civil hoy tiene muchas variantes, el cristianismo celebra el tránsito del creyente de este mundo al Reino del Padre.
No hace falta volver a insistir que la realidad sacramental es radi­calmente distinta de la realidad del rito civil o pagano. Las mismas manifestaciones festivas que acompañan para festejar la celebración de los sacramentos están mucho más cargadas de potencial numinoso que las celebraciones profanas de los ritos de paso. Y es sabido que esa categoría primigenia de lo sagrado, lo numinoso, dio nacimiento al mito y al símbolo, a la utopía y al mesianismo, al arte y a la fiesta[93]; y sería peligroso y lamentable para los ritos sacramentales cristianos perder esta dimensión.
No puede negarse que a través de ella se da un signo público de comunión con la Iglesia en los principales momentos de la vida perso­nal y familiar: nacimiento (bautismo), pubertad (comunión-confirmación), adultez (matrimonio), muerte (viático). Son habituales también las consagraciones festivas o celebrativas de las labores agrícolas e industriales, particularmente en las fiestas patronales o regionales, etc. Alguien, con toda razón, ha escrito que esta expresión pública y festiva de la fe tiene los efectos de una catequesis plástica. De hecho, se observa que las manifestaciones religiosas de Semana Santa —procesio­nes, pasos, oficios santos, etc.— hacen aumentar el número de los que se declaran católicos en España. Y es que no puede negarse que esas manifestaciones influyen en la vivencia religiosa y avivan la concien­cia de pertenencia a la Iglesia Católica. (F. Azcona San Martín). Auto­res hay que el actual resurgimiento de la dimensión religiosa y mística, al margen de las religiones oficiales, lo relacionan con las raíces pro­fundas de la religión popular, cuya esencia es la esperanza, la protesta y la utopía.
La religión institucionalizada es normalmente una religión in-corpórea, a-sexuada, anti-cósmica, individualista, autoritaria, dogmática y patriarcal. La religión popular, en cambio, tiene una especial relación con el cuerpo, la sexualidad, la comunidad, el cosmos, la ecología y la mujer. Sus características son gratuidad, trascendencia y transparen­cia. El Dios de la vida es un Dios presente, trascendente y transparente, directamente en el cuerpo, en el cosmos y en la comunidad[94]. Tal vez la síntesis que mejor recoge y engloba las características de esta religiosidad es la que encontramos en la siguiente descripción: la reli­giosidad popular «se caracteriza por lo mágico, sacralizante y devocional, lo simbólico, lo imaginativo, lo emotivo, lo corporal, lo festivo, lo teatral, lo farsesco, lo comunal, con fuertes tendencias individualistas (a pesar de sus manifestaciones colectivas) y de connotaciones prag­máticas»[95].
Esta religiosidad sintoniza perfectamente con la sensibilidad reli­giosa actual, pues, como dice Luis Maldonado, «el catolicismo popular busca experiencias más que ideas, y conductas más que verdades dog­máticas. Le interesan las manifestaciones concretas de la realidad sobrenatural. Desea entrar en comunicación con ellas a través de ritua­les, gestos simbólicos, etc»[96]. Otro autor, tras calificarla de «espacio de vivencia religiosa, de emoción y belleza, de tradición y rito», des­cribe esta religiosidad popular en estos términos: «La fuerza de lo sagrado popular reside en su cercanía a la vida cotidiana, a las espe­ranzas y temores de la existencia concreta y porque responde a la demanda de vivencias emocionales, de experiencias colectivas de índole religiosa o sagrada. Tiene que ver con la cercanía a la cultura propia, con las tradiciones que desaparecen, con lo que comparte una comunidad local o una región»[97].

Pablo VI supo percibir con claridad la riqueza espiritual que brota de esta manifestación religiosa popular. Hay un párrafo en la Evangelii nuntiandi en el que queda recogida toda su virtualidad religiosa: «La religiosidad popular —dice— cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores. Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente pue­den observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosi­dad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, acep­tación de los demás, devoción. Teniendo en cuenta esos aspectos la lla­mamos gustosamente «piedad popular», es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad» (n. 48).
Abandonar este filón de religiosidad hoy tan pujante conlleva el riesgo de que su perfil religioso vaya progresivamente degradándose, hasta el punto de terminar un día en simple manifestación laica de folclore popular. Porque en esta religión afloran, como se ha indicado, sustratos culturales de hondas raíces vitales, entre cuyos componentes hay que destacar el elemento numinoso. Y si éste se pierde o, por falta de atención, queda relegado a un segundo lugar, esta religiosidad pue­de quedar con el tiempo reducida a un mero producto cultural religio­samente insignificante.

i)   Predicar una religión de la vida y de la felicidad
Tomar una opción radical por el hombre, como anteriormente hemos indicado, significa optar decididamente por la vida. Exactamente lo que hizo Jesús, según se nos relata en Mc 3, 1-6, y otros pasajes. Si la pulsión y el horizonte último de todos los afanes humanos es la felici­dad, es inconcebible cómo puede ser la religión un obstáculo para la consecución de la felicidad. Como escribe J. M.a Castillo: «Si Dios, efectivamente, se identifica, se humaniza y se funde con lo humano, eso quiere decir obviamente que la voluntad suprema y determinante de Dios se tiene que entender a partir de la aspiración suprema que Dios ha puesto en el ser humano, la aspiración a la felicidad. Es decir, lo que Dios quiere, ante todo y sobre todo, es que los seres humanos seamos felices»[98].
Entre los objetivos de una teología, cuyo horizonte teologal es el Dios Creador, está el descubrir las huellas profundas que el Creador ha dejado impresas en la creación. Entre las huellas a descubrir está el plan y proyecto de Dios sobre las obras creadas. Pues bien, quienes ven este mundo con mirada positiva/optimista —la más acorde, por cier­to, con la mirada complaciente de Dios sobre las obras de sus manos— vienen a convenir en que «todo cuanto contribuya a mejorar la vida humana, cuanto la enriquezca y conduzca a su plenitud, cumple el plan y proyecto de Dios. Porque Dios crea para la plenitud, para el gozo, para la felicidad»[99]. Es obvio que en una concepción de Dios como Creador, todo, absolutamente todo, incluidos los gozos, las alegrí­as y los placeres de la vida, todo responde y forma parte del plan de Dios sobre la creación. Todo, por principio, es bueno, porque todo tie­ne un origen divino.
Se impone, por eso, romper de una vez por todas con esa  desafortu­nada creencia y sensación entre los creyentes y no creyentes de que fe cristiana y felicidad, religión y vida en plenitud —y no digamos morali­dad y felicidad— son incompatibles. Bonhoeffer, en varias de sus cartas desde la prisión, afirma reiteradamente el amor a la vida. En ellas encontramos afirmaciones como ésta: «Dios ha de ser reconocido en medio de nuestra vida, y no sólo en el límite de nuestras posibilidades. Dios quiere ser reconocido en la vida, y no sólo en la muerte; en la salud y la fuerza, y no sólo en el sufrimiento, en la acción, y no sólo en el pecado»[100]. «Creo —dice en otro texto— que honramos mejor a Dios si reconocemos, apuramos y amamos la vida, con todos sus valores, que El nos ha dado»[101]. El texto de Mc 3, 4, responde claramente a la pre­gunta sobre qué es lo primero: la vida, incluida la felicidad, de los seres humanos o la religión. ¿Acaso Cristo no transmite sobre todo la Vida? (Jn 10, 10) ¿Acaso no fue el mismo Cristo quien dijo: «mi yugo es suave y mi carga ligera»? (Mt 11,30) ¿Por qué, entonces, se está haciendo en la actualidad el yugo tan duro y la carga tan pesada?
Evidentemente, vida y religión no se contraponen, siempre que la religión profesada sea auténtica. Y es auténtica, como alguien ha afir­mado, en la medida en que es una expresión fundamental de la vida, en que es una esperanza de plenitud de vida, y en que es una defensa y una fuerza para seguir viviendo. Por eso «si el cristianismo no revaloriza la vida, si su moral se ensaña contra lo corporal y sexual, estamos ante una mala perspectiva; si, incluso, no reivindica el deseo y el pla­cer, en sus justas dimensiones de realización humana, tendrá escaso sitio en el futuro y sólo como moral de resentimiento»[102]. El dios preci­samente de esta religión de resentimiento es el dios cuya muerte fue certificada por Nietzche. Acordes con este pensamiento no faltan ana­listas del hecho religioso que relacionan el futuro de la fe con el tema de la felicidad del hombre. Es más, se llega hasta afirmar que «el cri­terio fundamental de la ortodoxia de la fe en Dios está delimitado y definido por la relación entre Dios y la felicidad de vivir que sentimos los humanos»[103].
En torno a la relación entre religión y felicidad se ha llegado a escri­bir en nuestros días que «si la religión no sirve para buscar la felici­dad, entonces no sirve para nada. Una religión enemiga de la felicidad, es una religión enemiga del ser humano. Por eso, es normal que los cristianos busquen respiro en otros ambientes más oxigenados»[104]. Es evidente que si estos cristianos lo buscan fuera, es porque no se les ofrece dentro. Sobre el carácter festivo y gozoso del cristianismo J. M. Mardones ha escrito: «la vivencia religiosa u ofrece más «felicidad» y sentido profundo que el hedonismo consumista y el materialismo de la frívola levedad de la vida, o tendrá que capitular ante esta sociedad del espectáculo»[105] .
En un intento, por tanto, por suscitar un nuevo renacimiento religio­so, «deberá insistirse en el hecho de que la fascinación del catolicismo no proviene de su orden visible, sino de su capacidad de invitar a la vida como una celebración de la vida humana y cósmica sin rebajas»[106]. No anda muy desacertada Adela Cortina cuando, en entrevista del diario ABC[107], a una pregunta sobre Dios, respondió: «Las religio­nes nacieron como un intento de felicidad, de ir más allá de la muerte, de que la injusticia no tuviese la última palabra... Creo por eso que deben estar en el ámbito de la gracia, de la solidaridad, y no ser con­vertidas en leyes, en conjuntos de prohibiciones, de negaciones, en pesados fardos.» Que es lo que, entre otros, no hace mucho escribió J. M. Marina: «Todas las religiones hacen referencia a la búsqueda y con­secución de la plenitud de la vida, la felicidad, la inmortalidad. Son creaciones de la esperanza y para la esperanza»[108].
En esta reivindicación de la felicidad no puede excluirse la felici­dad relacionada con el cuerpo, pues se trata de una felicidad integral, y el cuerpo es parte sustancial de la unidad que es el hombre. Respec­to a esta felicidad integral, el teólogo cristiano J. J. Tamayo, tras expo­ner el pensamiento ético de Dietrich Bonhoeffer, llega a la conclusión de que «el cuerpo constituye la mediación necesaria entre los humanos para el encuentro con Dios. La felicidad, en fin, es un derecho irrenunciable de toda persona, que ninguna religión puede reprimir»[109]. Refi­riéndose en concreto a la felicidad corporal, el mismo autor llega a afir­mar que «cuando el cristianismo descubra que la sexualidad es una fiesta y los confesores incluyan su práctica entre las buenas obras, habrá comenzado una nueva era»[110]. Más de una vez Andrew M. Greeley ha escrito que «es necesario afirmar, dentro de la tradición cristia­na, que el sexo debe ser juego y placer, así como que la relación huma­na es en su origen profundamente sexual»[111]. La conocida como «nue­va espiritualidad» o espiritualidad de la Nueva Era es una mística del cuerpo y de la vida, de la felicidad y de la autorrealización. ¿No dela­tará esta oferta una deficiencia en la oferta de la religión oficial?
Esta recuperación de la conciencia «eudemónica» en el cristianis­mo es hoy una realidad bastante extendida entre los analistas sociales que abordan en sus reflexiones el tema religioso, así como en algunos teólogos, moralistas y pastoralistas actuales. Así, uno de éstos ha escri­to: «La nueva evangelización de la Europa contemporánea no podrá privar de respuesta a esta pregunta: ¿Cómo puede la fe en Cristo Jesús hacer al hombre feliz? Bajo este ángulo de búsqueda de felicidad, la evangelización deberá abrirse un camino en las conciencias. Esto no es, por otra parte, nuevo: la Suma de santo Tomás comienza con la mis­ma cuestión»[112].
¿Hasta cuándo va a estar esperando la humanidad creyente el acer­camiento del pensamiento cristiano al pensamiento moderno, por ejemplo, sobre la sexualidad, para posibilitar a los creyentes cristianos armonizar sus conciencias modernas con la doctrina oficial de la Igle­sia sobre este asunto? Recientemente, el escritor Mario Vargas Llosa, tras señalar la importancia que tiene en la sociedad, en cualquier sociedad, la religión, y, al mismo tiempo, constatar la actual asimetría existente entre religión y sociedad o vida, escribía sobre la religión cristiana/católica: «Para poder seguir existiendo como esa fuerza viva y operante que fue en tantos momentos del pasado, cuando representó un progreso intelectual, político, científico y moral sobre los cultos y reli­giones de la antigüedad, o en la Edad Media, cuando fue prácticamen­te la sola institución capaz de aglutinar y dotar de un sentido y un orden a una comunidad estremecida por el miedo, la confusión y las guerras, la religión necesita adaptarse a las realidades de la vida y no exigir a sus adeptos lo imposible». El referente de este texto es, cómo no, la vigente doctrina sexual de la Iglesia, sobre la que, entre otras obviedades, dice: «El rechazo sistemático de la Iglesia a admitir que la búsqueda del placer en el ámbito sexual es una legítima aspiración del ser humano y una de las predisposiciones de su naturaleza, contrasta con la tolerancia que siempre ha mostrado con las debilidades de los hombres y mujeres (de aquéllos sobre todo, con éstas ha sido siempre más severa) en otros campos, como los placeres de la mesa, el apetito de poder, de riquezas, de lujo y de dominio, entre otros, y a pasar por alto, en muchas épocas de la historia, abusos y desafueros a veces enormes de tiranos y sátrapas que obtenían su bendición»[113].
El tema este de la felicidad, siendo tan importante -el más impor­tante, sin duda, para el ser humano—, se presta a muchas y diferentes interpretaciones, necesitando, por ello, de no pocas explicaciones y puntualizaciones. Dada la penuria de obras, sobre todo teológicas, que abordan este vital asunto, ¿será, acaso, mucho pedir a nuestros pensa­dores cristianos —llámense teólogos, moralistas, antropólogos, psicólo­gos, etc.— que hagan materia de sus reflexiones el tema del «eudemo­nismo cristiano», ofreciendo claras y fundadas pautas doctrinales a la creencia para poder caminar con conciencia tranquila y feliz por la vida, gozando de todo cuanto de bueno, y de bello, y de placentero, y de amable ha hecho Dios?
j )   Acoger y promover una espiritualidad holística
Con la expresión «espiritualidad holística» se quiere indicar una religiosidad en la que el hombre esté reconciliado con el cosmos, la naturaleza y la madre tierra, y en la que quede realzado el rostro mater­no de Dios[114], que hasta ahora ha estado prácticamente excluido en la denominación tradicional de Dios. Si la religión de nuestro siglo ha de ser mística, ésta debe ser una religión en la que todo cuanto es y cuan­to vive se encuentre armónicamente unido en un conjunto o totalidad (holismo) convergente. Esta visión mística o «vivencia holística» de la realidad conecta y se identifica en no pocos aspectos con la visión oriental de la realidad, hecho éste que les lleva a compartir no pocas formas similares de expresarse. La mística posee elementos comunes en todas las religiones. En todas, la conciencia mística es unitiva, no dual; integradora, no disgregadora.
Toda experiencia mística es una vivencia holística. Por eso el perfil místico que define a la nueva espiritualidad surgida en nuestra con­temporaneidad se sustenta sobre la idea de que todas las criaturas son interdependientes unas de otras. Sobra decir que esta experiencia de interrelación de todas las criaturas entre sí y la integración de todos los seres en el ser de Dios no significa en el cristiano su identificación.
Uno no es otro. Cada cual posee su autonomía, aunque siempre rela­cionada. Todo no es Dios, pero Dios está en todo. Estar en el todo (pan-en-teísmo) no quiere decir que ese todo es Dios (pan-teísmo). El pan-en-teísmo u holismo cristiano proclama que todo está en Dios, y Dios está en todo. Por eso que pueda decirse que el Dios cristiano es el «Trascendente inmanente». En la creación la solidaridad de Dios abar­ca más que la solidaridad humana, abarca también la solidaridad cós­mica, la solidaridad con toda la creación (cfr. Rom 8, 18-25).
El feminismo y, con él, el retorno y realce del concepto y sentimien­to de Dios Madre está estrechamente vinculado a esta visión mística, ecológica y holística. No hay que perder de vista que el Dios de la con­cepción y representación mística es un Dios predominantemente feme­nino y materno que, a diferencia del Dios histórico, preferentemente masculino y paterno, moviliza actitudes y comportamientos ligados a los componentes femeninos de la personalidad[115].
Autores de nuestros días afirman que las grandes espiritualidades de este milenio serán espiritualidades holísticas, o no serán. El holis­mo, que viene de la misma raíz que catolicismo (holos: todo—universa­lidad, totalidad), es una palabra que se ha puesto hoy de moda por los partidarios y seguidores de la New Age. El cristianismo, que parte del principio básico de un Dios creador, por miedo a que se mezclase e identificase a Dios con sus propias criaturas, para mejor defender y acentuar su trascendencia, terminó formulando su esencia en categorí­as racionales. Como categorías racionales son formulaciones abstractas y nada experienciales, contraviniendo así a la esencia misma de la reli­gión, que es religación y experiencia con el Todo, con la Realidad pro­funda, que está detrás de las múltiples apariencias de las cosas.
Hoy pensamos que esta separación de Dios respecto del mundo cre­ado se ha llevado demasiado lejos. Porque esta misma religión defien­de que Dios no sólo creó al mundo, sino también que lo sostiene en su existencia. Si lo sostiene, parece lógico suponer que esa fuerza o ener­gía que recorre, rige y mantiene en la existencia a todos los seres crea­dos provienen de Dios. Es decir, que Dios está actuando en el mundo; que Dios, en definitiva, también puede concebirse como fuerza y ener gía; en este caso, como la Fuerza, la Energía. ¿No fue santo Tomás de Aquino quien afirmó que Dios está en todas las cosas por esencia, pre­sencia y potencia?[116]. Este pensamiento de santo Tomás nos permite poder ver el mundo como cuerpo de Dios, que está animado, potencia­do, vitalizado y amado por Dios. El holismo se enraiza, de hecho, y se fundamenta en el amoroso acto creacional de Dios. La creación, como acto unitario de Dios, implica un vínculo indisoluble entre todas las criaturas que salieron de sus manos, desde el hombre hasta el cosmos, pasando por la tierra y los animales. Y, por supuesto, vínculo también entre todas las criaturas y su Creador. Con todo, como sostiene Sallie Mcfague, este «modelo del mundo como cuerpo de Dios pretende ser un correctivo de la tradición, no su sustituto»[117].
Una concepción holística del mundo está ligada a no pocos fenóme­nos de la naturaleza, y con no menos ideaciones, creencias y creduli­dades. ¿No surge de y se apoya en esta realidad el conocido fenómeno de las teofanías? ¿No es a esta dimensión de la creación a la que alude J. A. Marina cuando habla de «la dimensión divina de la realidad», lle­vándole a definir a Dios como «una sustantivación de la dimensión divina de la realidad»?[118] Toda la extensa y profunda obra del famoso historiador de las religiones M. Eliade está recorrida por la idea de que en el fondo de toda religiosidad subyace un poso o sustrato de religio­sidad cosmológica, de comunión con la naturaleza, con el cosmos, con el todo. Es evidente para el creyente que lo Múltiple salió de lo Uno en el acto de la creación. Por su origen, por tanto, todo ser, sin excepción, es un «ser-desde» la creación. Todas las criaturas, por consiguiente, coinciden en su origen, en «ser desde» el Creador, desde el Uno.
Albert Einstein, judío, como es sabido, que se confesaba creyente en Dios, pero no ser panteísta, y a quien «le conmo- vía la luminosa figura del Nazareno», también sostenía que «la religión del futuro será cósmica. Una religión basada en la experiencia y que rehúya los dog­matismos». Aunque hay motivos para poder pensar que están más pró­ximas de la mística budista que de la cristiana, he aquí algunas de sus reflexiones sobre la religión: «La emoción más sutil de la que somos capaces es la emoción mística... Saber que lo que es impenetrable para nosotros realmente existe y se manifiesta como la más alta sabi­duría y la belleza más hermosa, y que sólo sus formas más groseras son inteligibles para nuestras pobres facultades...; este conocimiento, este sentimiento, es el núcleo del verdadero sentimiento religioso. En este sentido, y sólo en éste, me considero un hombre profundamente religioso»[119].
Si Dios está y actúa en el mundo, puede y debe afirmarse un sacramentalismo radical de la realidad y un misticismo que atraviesa todas las realidades. Por eso que haya que respetarse al mundo (=de ahí el ecologismo o elemento ecológico integrante de esta espiritualidad), que haya que corregirse la visión dualista tradicional (masculino-femenino), mirándole con mirada más monista (de ahí su rasgo «andró­gino», que integra lo masculino y femenino en esta espiritualidad), que haya que descubrirle más en y desde la interioridad (de ahí su rasgo experiencial o místico) que desde la exterioridad, etc. El giro que esta nueva mentalidad/sensibilidad ha supuesto en el pensamiento cristia­no puede reconocerse en pronunciamientos como éste: «El carácter liberador de la resurrección de [Jesús de] Nazaret no se queda en los planos antropológico e histórico. Incide también en el ámbito cósmico-ecológico. En consecuencia, la cristología antropológica e histórica es inse­parable de la cristología cósmica. En otras palabras, no hay salvación para —y de— el ser humano y la historia sin salvación para —y de— la naturaleza»[120]. Como realza Moltmann, «no hay redención personal sin la redención de la naturaleza humana y de la naturaleza de la tierra, a la que los seres humanos están ligados indisolublemente porque convi­ven con ella»[121].
Sobre la ubicuidad cósmica de Cristo es interesante conocer textos de la antigüedad cristiana, como el del Evangelio copto de Tomás, que dice: «Yo soy la Luz. La que está por encima de todos. Yo soy el Todo. El Todo provino de mí y el Todo ha llegado a mí. Llamad a un madero. Yo estoy allí. Levantad la piedra y me encontraréis allí»[122]. Es ya doctrina común­mente asumida que «si el conjunto de la creación es el Cuerpo de Cristo, no hay relación con Dios que no sea relación con la realidad. Y, al revés, no hay relación con la realidad creada, con las cosas, con los animales, con las personas que no sea relación con Dios... Desde el punto de vista cristiano, el ámbito secular es sagrado, y el ámbito sagrado es secular. O si se prefiere, no hay ámbito secular y ámbito sagrado»[123].
Ningún pensador cristiano con más derecho para ser citado aquí que Teilhard de Chardin. Toda su obra (La visión del pasado, El porve­nir del hombre, El fenómeno humano, El medio divino) es fruto de una visión y vivencia holística de la realidad, en la que Cristo es «el punto clave del Centro total en el que todo se concentra»[124]. Cristo es el pun­to Omega, el centro final de convergencia de todo el proceso cósmico. Su Cristo universal es el Cristo total y totalizante, el centro orgánico del universo entero, el Cristo cósmico. En opinión de Massimo Borghesi, Teilhard es uno de los grandes "visionarios" de la edad del Espíritu, descrita por Joaquín Fiore, de nuestro siglo. Entre los textos que Bor-  hesi aduce, para sostener esta opinión, está la carta que en 1936 diri­gió Teilhard a Leontine Zanta: «Usted ya sabe —escribe— que lo que está ocupando gradualmente mis intereses y preocupaciones interiores es el esfuerzo para establecer en mí, y difundir en torno a mí una nue­va religión (llamándola, si se quiere, un cristianismo más desarrollado) en la que el Dios personal no sea ya el gran propietario "neolítico" de antaño, sino el Alma del Mundo que nuestro estadio cultural y religio­so requiere. (...) Ante mí, el camino se presenta claramente definido: ya no se trata de superponer el Cristo al mundo, sino de "pancristificar" el universo»[125]. La mística, sin embargo, de Teilhard, a diferencia de la mística oriental de la unidad impersonal, es una mística del encuentro personal definido por el amor[126].
La expresión y la idea holística produce cierto rechazo entre los cristianos tradicionales por su connotación con la terminología y doc­trina de la New Age. Su aceptación, sin embargo, ya se está abriendo paso. De hecho, ya se escriben cosas como ésta: «Un cristiano cons­ciente de su fe sabrá reconocer lo que hay de positivo y de válido en esta visión holística tan del gusto de los new agers, ya que su fe quiere y debe ser "católica": abrazarlo todo, unificarlo todo, reunirlo todo en Aquel que es Todo (=holos), que es Dios, en el que no hay dispersión ni división, en el que todo es "sinergia", "comunicación" y "comu­nión" (entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo). La Iglesia, "icono de la Trinidad", tiene que esforzarse continuamente en reproducir en este mundo, cada vez mejor, ese rasgo característico y fundamental de su ser (holístico y católico)»[127]. Un autor, antes citado, afirmará que «hay que destacar las dimensiones cósmicas de las promesas de salvación y las tradiciones espirituales que, como el franciscanismo, han optado claramente por el amor a todos los seres vivientes y a la naturaleza»[128].
Acorde con el pensamiento que recorre este discurso, parece normal afirmar que el cosmos y la naturaleza, al ser una creación de Dios, son también uno de sus vestigios; lo que significa que ambos tienen una dimensión sacral y religiosa. No es extraño, por eso, que se afirme que «una verdadera espiritualidad o una verdadera mística debe ser al mis­mo tiempo holística y ecológica. Debe abarcar la totalidad del ser y establecer una especial relación del hombre con la naturaleza, con la madre tierra»[129]. Así, de hecho, lo han considerado los grandes maes­tros místicos de todas las religiones.
En el sentido aquí señalado, también el cristianismo es un cosmo-centrismo, un holismo, pero trascendente, no inmanente, como el de la New Age. El holismo cristiano, a diferencia del que proclama la Nueva Era, es unidad por comunión, no unidad por fusión. En esta cosmovi-sión religiosa el mayor peligro a evitar, ya a la vista, es que el ecologis-mo termine suplantando al humanismo.

                                                     Isaías Díez del Río



[1] MARDONES, J. M., «Factores socioculturales que reconfiguran la vivencia de la fe cristiana», en W.AA., Retos a la Iglesia al comienzo de un nuevo milenio, Ed.Verbo Divi­no, Estella, 2001, pp. 65-66.
[2] bonhoeffer, D., ob. ct., p. 165.

[3] CORBIC, A., «Dietrich Bonhoeffer: Cristo, Señor de los no-religiosos», en Selecciones de Teología 161 (2002) 51-58.
[4] Cfr. EQUIZA, J., Secularización (Modernidad-Posmodernidad) y fe cristiana, Nueva Utopía, Madrid 1992, pp. 19-40.

[5] CRISTIANISME I JUSTICIA, Manifiesto contra un cristianismo espiritualista, en www.fespinal.com/espinal/castellano/visua/es21.htm
[6] HERRERO DEL POZO, J. L., «Jóvenes cristianos: ¿desertores o pioneros? Hacia una nueva espiritualidad: "como si Dios no existiese"», en Revista de Pastoral Juvenil, 407 (febrero 2004) 38.
[7] ECCLESIA 2.835-36, abril de 1997, 4
[8] GELABERT, M., Cristianismo y sentido de la vida humana, Edicep, Valencia 1995, p. 78.
[9] TORRES queiruga, A., ob. cit., p. 106; cfr. ÍDEM, Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1997, p. 74.

[10] KÜNG, H., Teología in cammino. Una autobiografía spirituale, Mondadori, Milán 1987, p. 278.
[11] Cfr. CORIDEN, J., “Los derechos humanos en la Iglesia”, en Concilium 144 (1979) p. [84-96] 86.
[12] Cfr. GLUKSMANN, La tercera muerte de Dios, Kairós, Barcelona 2001.
[13] GEFFRÉ, C., «El Dios de Jesús y los posibles de la historia», en Concilium 308 (noviembre 2004), 752.
[14] vv.aa., «Espiritualidad para un mundo nuevo», en Centro Evangelio y Liberación, Madrid 2004, p. 206.
[15] SANTO TOMÁS, Summa Theologica, 2-2 q. 97 a. 2.
[16] ROBLES ROBLES, J. A., «Desafíos de la cultura actual a la espiritualidad cristiana», en Alternativas 14 (2000) p. [43- 61] 58.

[17] Cfr. COX, H. G., Fire from Heaven. The Rise of Pentecostal Spirituality and the Reshaping of Religion in the Twenty-First Century, Addison-Wesley, Rea- ding (Massachusetts) 1995.
[18] LYON, D., Jesús en Disneylandia. La religión en la posmodernidad, Cátedra, Madrid 2002, p. 47.
[19] Cfr. LUTERO, Charlas de sobremesa. Obras, Edic. Sígueme, Salamanca 2001, pp. 439-440.
[20] Cfr. lapierre, J.-E, «Exégése d'un lieu común», en Esprit, mars-avril 1997, p. 224-225.
[21] RAHNER, K, «Espiritualidad antigua y actual», en Escritos de Teología, Taurus, Madrid 1967, p. 25 ss.; ÍDEM, «La experiencia de la gracia», Ibídem, III, pp. 103-107; ÍDEM,  «Espiritualidad antigua y actual», en Ibídem, VII, 1997, p. 15 ss.; ÍDEM, Experiencia del Espíritu, Narcea, Madrid 1978; KlNG, J. N.,  «The experience of God in the Theology of K. Rahner», en Thought 53 (1978)174-210; GONZÁLEZ faus, J. I., Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander 1991, pp. 691 ss; VORGRIMLER, H., Karl Rahner: Experiencia de Dios en su vida y en su pensamiento, Sal Terrae, Santander 2004.

[22] MARTÍN VELASCO, J., Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Sal Terrae, Santander 1999, p. 37; Cfr. CONGAR, Y.-M., Entretiens d'automne, Du Cerf, París 1987, 30; PlKAZA, X., Experiencia religiosa y cristianismo, Ed. Sí-gueme, Salamanca 1981; DOU, A. (Ed.), Experiencia religiosa, UPCM, Madrid 1989; MARTÍN VELASCO, J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1997.

[23] ROBLES, J. A., «La religión hoy: crisis y retos», en Contrapunto 11 (2002) 19-23; ÍDEM, Repensar la religión. De la creencia al conocimiento, Euna, Heredia, Costa Rica, 2001.
[24] MARTÍNEZ DÍEZ, E., “Nuevos Movimientos Religiosos, Nueva Era y Fe Cristiana”, en Iter 1 (enero-junio 1996) 12.
[25] ÍDEM, Ibídem, p. 12

[26] Ruiz DE LA PEÑA, J. L., Crisis y apología de la fe. Evangelio y nuevo milenio, Sal Terrae, Santander 1995, p. 336.
[27] Cfr. MÁRQUEZ, C., «La importancia de los contextos: hacia una teología más experiencial y narrativa», en Sal Terrae, 92 (septiembre 2004) 673-682. Cfr.
[28] ROBERSTON, R., “Glocalization: Time.space and homogenity-heteroge- neity”, en FEATHERSTONE, M. ET AL (Ed.), Global Modernites, Sage, Londres 1995.
[29] Cfr. JENKINS, Philip, The Next Christendom. The Corning of Global Christianity, Oxford University Press, 2002.

[30] Cfr. olarte PÁEZ, G., El lenguaje y el mercado de la Nueva Era, en www.intermisional.org.co/elenguaje.htm
[31] COX, H., Las fiestas de locos, Para una teología feliz, Taurus, Madrid 1972, p. 26.
[32] MATEOS, J., Cristianos enfiesta, Cristiandad, Madrid 1972, p. 276-277.
[33] Cfr. CAILLOIS, R., El hombre y lo sagrado, Fondo de Cultura Económica, México 1942, pp. 110-114; cfr. et., TAMAYO-ACOSTA, J. J., Hacia la comunidad 3. Los sacramentos, liturgia del prójimo, Edit. Trotta, Madrid 1995, pp. 122-139; JACOBELLI, M. C., Risus paschalis, Planeta, Barcelona 1991.
[34] chevalier, J. (dir.), Las religiones, s.v. fiesta, Edic. Mensajero, Bilbao 1976, p. 167.
[35] FLECHA, J. R.,  «Modo y estilo de la evangelización», en Teología y Catequesis 13 (1/1985) 48.
[36] ONIMUS, J., L´asphyxie et le crí, Desclée de Brouwer, París 1971.
[37] GREELEY, A. M., Religion in the Year 2000, Sheed and Ward, New York 1969, 121-138.

[38] Cfr. BERGER, E E., Para una Teoría Sociológica de la Religión, Kairós, Barcelona, 1971, pp. 83 ss.
[39] NIETZSCHE, F., Así habló Zarathustra, Sarpe, Madrid 1983, p. 111; cfr. et., El Anti­cristo, Alianza Editorial, Barcelona 1984, pp. 43 ss.
[40] VICENT, M., “El castigo”, en El País, 18-11-2001.
[41] MARDONES, J. M., La indiferencia religiosa en España... p. 166.
[42] Cfr.  begley, S., Newsweek, 27-7-1998, pp. 44-49.
[43] O'LEARY, J., La vérité chrétienne á l'áge du pluralísme religieux, Cerf, París 1994, pp. 14-15; 80-81.

[44] geffré, C., ob. cit., pp. 21 y 206, resp.
[45] ÍDEM, Ibídem, p. 212.
[46] Cfr. PlKAZA, X., «Experiencia religiosa y cristianismo», en ob. cit, pp. 20-21; TORRES QUEIRUGA, Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1998, pp. 19-20, 76.
[47] Cfr. Mc LUHAN, M., Understanding Media, McGraw-Hill, New York, 1964. ÍDEM, The Gutenberg Galaxy, University Prees, Toronto 1962.
[48] Cfr. aznárez, M., «Despedida», en El País, domingo 23-1-2005, p. 16.
[49] ALCALÁ, M., «Las comunicaciones sociales, instrumento de encuentro entre la fe y la cultura», en VV. AA., Comunicaciones, fe y cultura, Jornadas Nacionales de Pastoral de los Medios de Comunicación Social, Edic. Paulinas, Madrid 1984, pp. [43-60] 55-56.
[50] ESPÓSITO, E R., en VV.AA., Comunicaciones, fe y cultura, p. 259.
[51] lyon, D., ob. cit., pp. 212-213.

[52] MARTÍN VELASCO, J., Lo transmisión de la fe en la sociedad contemporánea, Sal Terrae, Santander 2001, p. 69.
[53] PABLO VI, Evangelii nuntiandi, 21, PPC, Madrid 1991.
[54] martín velasco, J., op .cit., pp. 78-79.
[55] LOIS, J., «Consideraciones para una teoría de la comunicación y transmisión de la fe», en AA.VV., La transmisión de la fe en la sociedad actual, Verbo Divino, Estella 1991, pp. 249-250.
[56] MARDONES, J. M., «Factores socioculturales que reconfiguran la vivencia de la fe cristiana», en W.AA., Retos a la Iglesia al comienzo de un nuevo milenio, Verbo Divino, Estella 2001, p. [37-68] 43.
[57] GlRARDI, J., art. cit., p. 446.
[58] GlRAU, J., «Neopaganismo y Sínodo», Alfa Omega, 8-7-2004, 12.
[59] LIPOVETSKY, G., La era..., pp. 17-33.
[60] Cfr. JOSEPHSON, Eric and Mary (ed.), Man alone.  Alienation in Modern Society, Dell Publishing, New York, 1977; RlESMAN, D., La muchedumbre solitaria, Ed. Paidos, Buenos Aires, 1969.
[61] berger, R; KELLNER, H., Un mundo sin hogar (A World Without A Home), Edic. Sal Terrae, Santander 1976.
[62] MARDONES, J. M., En el umbral del mañana, el cristianismo del futuro, PPC, Madrid 2000, p. 146-147.
[63] Cfr. TRACY, D., “Fragmentos y formas: universalidad y particularidad hoy”, en Concilium , 271 (1997) 165/565- 174/574.
[64]  TORRES QUEIRUGA, A., Ob. cit. pp. 75-77.
[65] Cfr. chevalier, J., «El fenómeno religioso», en VV.AA., Diccionarios del saber moderno: Las religiones, Mensajero, Bilbao 1976, p. 446.

[66] FERNÁNDEZ DEL RIESGO, M., La ambigüedad social de la religión, Ed.Verbo Divi­no, Estella 1997, pp. 257-258.
[67] Cfr. GÓMEZ MlER, V., Libertades y Catolicismo, Asociación para el Progreso de la Educación, Madrid, 2003.

[68] CASTILLO, J., M., Dios y nuestra felicidad, Desclée de Brouwer, Bilbao 2002, pp. 67-68.
[69] VATTIMO, G., Después de la cristiandad. Por un cristianismo no religioso, Paidós, Barcelona 2003, p. 65.
[70] GEFFRÉ, C., ob. cit. p, 266.
[71] Vattimo, G., ob. cit., p. .133.
[72] Idem, ob. cit. p. 141.
[73] bonhoeffer, D., ob. dt., pp. 224- 225; cfr. eí., equiza, J., ob. dt., pp. 36-37.


[74] geffré,  C..,  ob. cit.  pp. 295-296.
[75] AGUSTÍN de hipona, Comentarios a los Salmos, 103, 2.
[76] estrada, J. A., «Dios como problema en la sociedad contemporánea», Selecciones de Teología 150 (1999) [85-94] 94.
[77] MACHADO, A., Nuevas canciones. Obras completas de Manuel y Antonio Machado, Biblioteca Nueva , Madrid 1978, p. 912.
[78] Cfr. VV.AA., «La Iglesia fragmentada, ¿hacia qué unidad?», Concilium 271 (1997).
[79] SCHILLEBEECKX, E., «La crisis del lenguaje religioso como problema hermenéuti-co», Concilium 85 (1973) [193-209] 205.
[80] metz, J. B.; «Breve apología de la narración», Concilium, 85 (1973) p. [222-238] 228.
[81] WEINRICH, H., «Teología narrativa», Concilium 85 (1973) [210-221] 214; cfr. et., JOSSUA, J. E, «Experiencia cristiana y comunicación de la fe», ÍBIDEM, pp. 239-251; BORGMAN, E., «La teología negativa como habla posmoderna acerca de Dios», Concilium 258 (1995) 317- 329; LYOTARD, J. E, La condición postmodema, Cátedra, Madrid 1986, pp. 43 ss.
[82] Cfr. WUTHNOW, R., After Heaven: Spirituality in America since the 1950s, University of California Press, Berkeley 1998.
[83] Cfr. fraijó, M., «Racionalidad de las convicciones religiosas», en GÓMEZ CAFFArena, J. (Ed.), Religión, Ed. Trotta, Madrid 1993, pp. 168-169.
[84] Cfr. AGUSTÍN DE hipona, Contra Faust, 32, 18; Tract. in Ioan, 96, 4; De Trinit, X, 1, 1; De spiritu et littera, 36, 64.
[85] Cfr. SCHNEIDER, M., Teología como biografía. Una fundamentación dogmática,
Desclee D., Bilbao 2000.
[86] Cfr. LEINER, M., “Mística y dogmática: ¿Convergencia u oposición?”, en   Selecciones de Teología 170 (2004) [129-136] 129.
[87] metz, J. B., art. cit., p. 235; cfr. et., ÍDEM, «Teología como biografía», en Conci-
lium
115 (1976) 209-218.
[88] Cfr. wackenheim, ch., «Actualidad de la teología negativa», en Selecciones de Teología 27 (1988) 143-150; GONZÁLEZ VALLÉS, J., «Apofatismo y acceso al absoluto en las religiones orientales y en el cristianismo», en Communio, vol. XXXIV, 2, julio-diciembre 2001, pp. 483-498.
[89] Cfr. ELIADE, Mircea, Lo sagrada y lo profano, Edic. Guadarrama, Madrid 1967.
[90] WITTGENSTEIN, L., Tractatus lógico-philosophicus, Alianza, Madrid 1981.

[91] Cfr. MASSUH, V., El diálogo de las culturas, Universidad Nacional de Tucumán, Tucumán 1956.
[92] SCHMIDT-LÜKEL, E, «Una espiritualidad para un mundo religiosamente plural», en Concilium 308 (noviembre 2004) 738.

[93] Cfr. otto, R., «Lo Santo» (Das Hailige, 1917), en Revista de Occidente, Madrid 1965.
[94] Cfr. RICHARD, E, «El Dios de la vida y el resurgimiento de la religión», en Concilium 258 (abril 1995) 341-350.
[95] GARCÍA, R., «Espacio Sagrado y Religiosidad Popular: perspectivas veterotestamentarias», en Teología y Vida, vol. XLIV (2003), 310-331.
[96] MALDONADO, L., «Religiosidad popular», en Nuevo Diccionario de Pastoral, San Pablo, Madrid 2002, p. 1273; cfr. et., ÍDEM, Introducción a la religiosidad popular, Sal Terrae, Santander 1985; ISAMBERT, E A., Le sens du sacre. Féte et religión populaire, Minuit, París 1982.
[97] MURALEDA RODRÍGUEZ, J., «Perspectiva sobre el hecho religioso», en Sinite, 120 (enero-abril 1999) [11-30] 25.

[98] CASTILLO, J. M.a, Dios y nuestra felicidad, Desclée de Brouwer, Bilbao 2002, p. 232; cfr. et., pp. 235-236.
[99] alburquerque, E., «Hacia una ética sexual más evangélica», en Misión Joven, 238 (mayo 2004) [15- 24] 16; cfr. et., GESCHÉ, A., Dios para pensar I. El mal. El hombre, Sígueme, Salamanca 1995, pp. 299-322; TORRES queiruga, A., Recuperar la creación: Por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1997, pp. 71-108.
[100] BONHOFFER, D., ob. cit. p. 186.
[101] ÍDEM, Ibídem, p. 126.
[102] MARDONES, J. M., «Factores socioculturales que reconfiguran la vivencia de la fe cristiana», en VV. AA., Retos a la Iglesia al comienzo de un nuevo milenio, Ed.Verbo Divi­no, Estella 2001, pp. 65-66.
[103] CASTILLO, J. M., ob. cit., p. 67.
[104] MARTÍNEZ, E, «Nuevos Movimientos Religiosos, Nueva Era y Fe Cristiana», Cara­cas, en rev. Iter 1 (enero-junio, 1996), 7-25; ÍDEM, «Modernidad, postmodernidad y Nueva Era: ¿para dónde va la espiritualidad del siglo XXI?», en Alternativas, 14 (2000) [123-144] 140.
[105] MARDONES, J. M., La indiferencia religiosa en España..., p. 167.
[106] MARTÍ, E, «Decadencia o renacimiento del catolicismo», en Selecciones de Teolo­gía, 167 (2003) 175-187.
[107] ABC, domingo, 24-8-2003.
[108] MARINA, J. A., Dictamen sobre Dios, Anagrama, Madrid 2001, p. 30.
[109] TAMAYO-ACOSTA, J. J., Adiós a la cristiandad, Ediciones B. Barcelona, pp. 182-205.
[110] ÍDEM, Ibídem, p. 205.
[111] GREELEY, A. M., ob. cit. p. 133.
[112] MORALEDA, J., Las sectas hoy. Nuevos movimientos religiosos, Sal Terrae, Santan­der 1992, p. 34.
[113] VARGAS LLOSA, M., «Variaciones sobre el condón», en El País (domingo 23-1-2005) 15-16.

[114] Cfr. RUETHER, R. R., Gaia and God: An Ecofeminist Theology of Eartht     Healing, Harper Collins, San Francisco 1992; BOFF, L., y BETTO, F, Mística y espiritualidad, Trotta, Madrid 1996; BOFF, L., El rostro materno de Dios, Edic. Paulinas, Madrid 1980; BET­TO, E, «Espiritualidad holística», en Alternativas, 15 (2001) 107 ss.; ÍDEM, «Espiritualidade holística», en Jornal Fraternizar, 137 (julio 2000) 14-18; GRÁCIO DAS NEVES, R. M., «Apuntes para una espiritualidad holística», en Alternativas, 15 (2001) 83-106.
[115] Cfr. anatrella, T., «Psychologie des religions de la mère», Christus 154 (avril 1992) 242-253

[116] TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, parte 1ª, cuestión 8.
[117] Cfr. MCFAGUE, S., «Imaginando a Dios y un "mundo diferente"», Concilium 308 (noviembre 2004) 47-56.
[118] MARINA, J. A., Dictamen sobre Dios, pp. 153-155; 222-223.

[119] EINSTEIN, A., «Mis ideas y opiniones», en Sobre la teoría de la relatividad, Sarpe, Madrid 1983, p. 198; cfr. et., VlERECK, G. S., «What Life Means to Einstein», en Saturday Evening Pos 26 oct. (1929); JAMMER, M., Einstein and Religión, University of Princeton Press, Princeton, New Jersey, 1999.

[120] TAMAYO-ACOSTA, J. J., ob. cit., p. 172.
[121] MOLTMANN, J., El camino de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 1993; cfr. et., ÍDEM, Dios en la creación. Doctrina ecológica de la creación, Sígueme, Salamanca 1987.
[122] ALCALÁ, M., Los evangelios de Tomás, el Mellizo, y María Magdalena, Mensajero, Bilbao, 1999, p.77.
[123] BUSTO saiz, J.R., Cristología para empezar, Sal Terral, Santander 1991, pp. 129-131.
[124] TEILHARD DE CHARDIN, Himno del Universo, Taurus, Madrid 1963, 147.
[125] BORGHESI, M., Posmodernidad y cristianismo, Encuentro, Madrid 1997, pp. 173-174.
[126] Cfr. SÜDBRACK, J., La nueva religiosidad, un desafío para los cristianos, Edic. Pau­linas, Madrid 1990, pp. 68-72.
[127] FRANCK, B., «Holismo», en Diccionario de la Nueva Era, Verbo divino, Estella, 1994.
[128] martí, E, art. cit. p. 185.
[129] martínez díez, E, art. cit., p. 21.