jueves, 30 de abril de 2020

LA AUTOESTIMA


La religión cristiana está llena de paradojas. Dice, por ejemplo, que hay que humillarse para ser exaltado, perderse para encontrarse, morir para vivir, y cosas por el estilo. Una de esas paradojas la encontramos ya en la formulación del primer mandamiento cristiano:” Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, y a tu prójimo, como a ti mismo”.


   Si ser cristiano es por esencia ser altruista, cristianismo y egoísmo son dos polos opuestos. En efecto, en una perspectiva cristiana, egoísmo y altruismo son actitudes que responden a valores antinómicos y antagónicos. No obstante, en la formulación de la esencia cristiana paradójicamente parece identificarse el amor a los demás (amor altruista) con el amor a uno mismo (amor egoísta), ya que se nos pone como referente del amor a los demás el amor a uno mismo. Como no es posible que haya contradicción en el mismo mensaje, esto nos lleva a pensar que, si el mandamiento supremo de la religión cristiana es el amor al prójimo, y la norma o medida de ese amor es el amor a uno mismo, por necesidad tiene que haber un especial y gran amor a uno mismo, que no es necesariamente egoísmo. 

   Los diccionarios suelen definirnos el egoísmo como un “inmoderado amor que uno tiene a sí mismo y que le hace ordenar todos sus actos al bien propio, sin cuidarse del de los demás”. (J. Casares), En este sentido, entendemos el egoísmo como un defecto o vicio que desvaloriza y descalifica al hombre que lo posee. El egoísmo, en cambio, del que trata el texto evangélico, es una cualidad que le ennoblece y plenifica, hasta el punto de ser puesto por Jesús como norma y parámetro para medir el grado y la calidad de nuestro amor a los demás. Expresamente nos dice que “amemos a nuestro prójimo como nos amamos a nosotros mismos”. ¿Qué es, entonces, este gran amor a uno mismo, que no es egoísmo, con el que debemos amar a nuestro prójimo? 

   Por principio tiene que ser amor. Parece también manifiesto que ese amor tiene que ser recto u ordenado. Hace mucho tiempo ya hablaba San Agustín del amor “recto/ordenado de sí mismo (probus amor sui)”, frente al “torcido/desordenado amor de sí mismo (improbus amor sui)”. Solo el recto u ordenado amor a uno mismo posibilita y condiciona el recto amor a los demás. Este sano amor a uno mismo es lo que hoy entendemos por autoestima. ¿Qué es  la  autoestima? 

   Como su mismo nombre indica la autoestima es lo que uno piensa y siente de si mismo, no lo que otros piensan o sienten sobre mí. Puede suceder, de hecho, que yo pueda satisfacer las expectativas de los demás sobre mí, pero no las mías. Y de lo que aquí se trata es de que yo, mi vida, responda a mis propias expectativas, no a las expectativas que los demás tienen sobre mí. 
   Esa autoestima puede ser positiva o negativa, correcta o falsa, alta o baja, etc. Aquí por supuesto, se habla sólo de la correcta y positiva, por ser ésta la única sana y saludable. La importancia de la autoestima estriba en que el concepto que tenga de mí mismo va a modelar mi destino. “Los dramas de nuestra vida –se ha escrito- son los reflejos de la visión íntima que poseemos de nosotros mismos”. Una sana autoestima es el fundamento de nuestra capacidad para responder siempre de manera activa y creativa a las oportunidades que nos ofrece la vida, así como la base de esa serenidad de espíritu que hace posible el disfrute de la vida. 

   De antiguo viene el proverbio “nemo dat quod non habet: nadie da lo que no tiene”. En efecto, ¿Cómo voy a transferir a los demás un amor que no tengo en mi ni para mí? “Sé amigo de ti mismo –escribió Tony de Mello- y tu yo te dejará en libertad para amar a tu prójimo”. Y muchos siglos antes nuestro Séneca nos dice: “sabed que cuando uno es amigo de sí mismo, lo es también de todo el mundo”. 
   La autoestima es, sencillamente, reconocer y apreciar las cualidades que tengo, aceptar las limitaciones que padezco, amar lo bueno y lo malo que poseo, y prestar solícita atención a las necesidades reales que en mi advierto/observo. Es saber evaluarse, y aceptar y amar el resultado de esa evaluación. Los antiguos griegos ya hacían consistir la felicidad en reconocer los propios límites y amarlos. Sólo a través de este autoconocimiento se llega al humanismo que brota del “homo sum et nihil humani a me elienum puto: hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno”. 

   La autoestima es siempre oblativa, es decir, solidaria. Y todo, porque el ser humano es relacional por naturaleza. Yo-soy-yo-en-relación-con-los-demás-y-con-lo-demás”. Por eso, como dice Erich Fromm, el amor a los demás y el amor a nosotros mismos no son alternativas opuestas. Todo lo contrario, una actitud de amor hacia sí mismos se hallará en todos aquellos que son capaces de amar a los demás”. 
   Si entre los ingredientes básicos de la autoestima está mi percepción al derecho de la felicidad personal, el amor a mi felicidad ha de llevarme a buscar y posibilitar la felicidad de los demás. Sólo así se explican y pueden entenderse expresiones como éstas: “desde que aprendí el placer de dar, no he dejado un solo día de ser totalmente feliz” (Vicente Ferrer). Como ya constató J,W, Goethe, “quien hace el bien desinteresadamente, siempre es pagado con usura”.
De todo lo dicho aquí parece concluirse que, entre el egoísmo y la solidaridad anida la autoestima, que corrige el egoísmo e impulsa a la solidaridad. No en vano se nos dejó escrito: “Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, y a tu prójimo, como a ti mismo”.

Isaías Díez del Río