domingo, 22 de noviembre de 2020

A LA IDENTIDAD POR LA AMISTAD

No hay empresa de más alto rango ni de mayor importancia en la biografía de una persona, que el contar en su haber con una armónica y rica identidad personal. Porque, cuando ésta no se adquiere o se pierde, el ser humano se ve condenado a buscarla a través del reconocimiento y la aprobación de los demás. Esta extraversión para enterarme de quién soy, provoca en el individuo una angustiosa situación de radical inseguridad, que le imposibilita la consecución de la felicidad.


     El hombre nace, pero, luego, él personalmente se hace. La identidad, por eso, además de herencia es adquisición cultural. La identidad no es nunca una realidad terminada y estática, sino una realidad siempre inacabada y, por eso, continuamente haciéndose. Se construye a partir siempre de lo que nos adviene por nacimiento, que es preciso asumir, para, desde y sobre esa herencia, levantar el propio proyecto de la identidad personal al contacto con la realidad.

     Eso quiere decir que la naturaleza y la identidad del hombre es relacional. No se define a la persona como individuo aislado, sino como un ser-en-relación. El “yo” sólo es por referencia y relación al “tu”. La subjetividad, diría Husserl, no se descubre sino intersubjetivamente. Nuestra “mismidad” –ha escrito Maceiras- se ejerce en la medida en que reconozcamos la alteridad –los otros-, afirmando de identidad en la diferencia. La identidad, al establecerse y mantenerse en las relaciones interpersonales, es el fruto de un reconocimiento mutuo entre el individuo y la sociedad/comunidad a la que pertenece.


     Se entiende por identidad el nivel de autoconocimiento y de autoestima a que en cada circunstancia de nuestra vida hemos llegado, es decir, al conocimiento y aprecio o valoración que una persona en cada momento de su vida tiene de sí misma. Por eso, desde el aspecto objetivo “la identidad –según G. Rocher- es la definición que una persona puede darse a sí misma y a los demás de lo que ella es en cuento persona individual y social a la vez”. A nivel de conciencia subjetiva es el sentimiento de placer o disgusto –grado de autoestima- que la realidad expresada/reflejada en esa definición de la “mismidad” produce en el sujeto que la disfruta o padece.

     Si la identidad le adviene al individuo por el diálogo y la relación-con-los-demás, parece lógico pensar que cuantas más, más variadas, profundas y honestas sean las relaciones entre los integrantes de un grupo, tanto mayor y más desarrollada y enriquecida deberá estar la conciencia ética y social de los miembros de esa comunidad. 


     Y ¿qué relación puede tener la identidad con la amistad? Según los entendidos, las amistades -que no dejan de ser las relaciones más saludables de la vida- desempeñan una función esencial en el mantenimiento y refuerzo de nuestra propia identidad y autoestima. Esa función básicamente dimana del hecho de que la identidad – como se ha dicho- es relacional. No se define la persona como individuo aislado, sino como un ser en relación. La “mismidad” o “conciencia de sí” es imposible sin mediación del “otro”. El hombre se descubre como ser-con-los-demás antes que reconocerse como individuo aislado. Nuestra “mismidad” o identidad – se ha escrito - se afirma en la diferencia. 


     A diferencia de cualquier otra relación, practicar la amistad significa reconocer, respetar y apoyar al otro en su otredad y asumir su destino como propio, sin invadir sus propios proyectos. Es “fraternizar” las relaciones humanas, creando comunión en la diferencia. A diferencia de otras relaciones, esta “fraternización” de las relaciones, que proporciona la amistad, siempre protege, estimula y refuerza la identidad y la autoestima de las personas individuales.

     La amistad camina un paso por detrás del “amor de projimidad” cristiano. Así lo entendió San Agustín, en cuyo pensamiento y vida siempre caminaron juntos y hermanados el amor de amistad y el amor de projimidad. El restringido horizonte que marca el imperativo de la ética griega: “ama a tu amigo como a ti mismo”, lo amplía ilimitadamente el mandamiento de la ética cristiana convirtiéndole en “ama a tu prójimo como a ti mismo”, donde “prójimo” es cualquier persona, sea o no amiga, que aparece en tu camino. La amistad agustiniana, a diferencia, por eso, de la amistad aristotélica, es amor-deseo (eros) y también amor-don (ágape), porque es un deseo (eros) de dar y servir al prójimo, sin esperar recibir nada en cambio, ni ser servido (ágape). 


     En realidad cualquier respuesta que salga de y desde una actitud de auténtica amistad, necesariamente lleva la impronta de la comprensión, de la empatía o simpatía, de la tolerancia, de la cordial acogida, de la generosidad, del amor, en definitiva. Y todo esto ampara, alimenta y fortalece la propia identidad.

                                             

                                            Isaías Díez del Río

 

miércoles, 7 de octubre de 2020

CIENCIA, RELIGIÓN Y ÉTICA

Como en algún otro lugar, citando a un autor, hemos escrito, todo hombre, como toda civilización, persigue el Bien (Religión), la Verdad (Ciencia) y la Belleza (Arte), a través de la voluntad, la inteligencia y la sensibilidad. Para que haya, por eso, salud psíquica en el hombre, y salud cultural en la sociedad, se precisa que haya equilibrio y armonía entre estas diferentes potencias o capacidades humanas. Hubo un tiempo lejano en que existieron armónicamente fusionados en el hombre y en su cultura lo bueno, lo verdadero y lo bello. Con la llegada, sin embargo, de la Modernidad se separa lo verdadero (Ciencia) de lo bueno (Religión) y de lo bello (Arte); se separan inteligencia, voluntad y sensibilidad. Y esta separación, en el caso de la Ciencia y la Religión -que es entre las que mayor alejamiento se dio-, llega a convertirse en oposición. En el transcurso de la confrontación, la Ciencia terminó tornándose cientificismo, ideología que pretende sustituir en sus funciones a la religión.



    Con la modernidad, decimos, arranca el conflicto entre ciencia y religión, El advenimiento de la modernidad está ligado a la visión científica de la realidad. Al especificar una visión, se está indicando que existen otras posibles visiones de la realidad. Por ciencia se entiende una actividad de la inteligencia motivada por el deseo de conocer, y, a la vez, el conocimiento resultante de esa actividad. Este saber científico no es lo que pudiera calificarse de un saber sapiencial, aquel que considera los fines o sentido de la vida humana, el bien y el mal, el recto obrar, los juicios de valor..., y juzga todas las cosas por sus causas más altas o últimas; tampoco es un saber contemplativo, que escudriña el ser y/o verdad de las cosas en su dimensión espiritual/no material; ni tampoco un saber hermenéutico, que, como su nombre indica, busca el sentido a las cosas.


   El saber científico es un saber operativo, es decir, un saber orientado a la transformación del mundo. Esta tendencia congénita le hace cada día a la ciencia más inseparable de la técnica. Actualmente la interdependencia de las esferas científica y tecnológica es tal, que, así como la ciencia genera tecnología, ésta, a su vez, genera sus propias ciencias. Hoy ciencia y tecnología se relacionan e interaccionan recíprocamente hasta tal punto, que el avance del conocimiento científico se basa, en gran medida, en el auge de la tecnología.

 


    En cierto sentido, la armonía entre ciencia y religión no es tarea fácil. El órgano de la ciencia es la razón, el de la religión, en cambio, es la fe religiosa. De cualquier forma, por distintas razones y motivaciones,  la culpa de las desavenencias entre la ciencia y la religión hay que achacarlas tanto a los creadores de la ciencia como a los responsables de la religión. Desde mediados  del siglo XX, sin embargo, ha ido imponiéndose la idea de los que ya hablan de coexistencia y posible compatibilidad.  Bien planteado y entendido el problema, nunca debió haberse dado, efectivamente, el conflicto. Partiendo de un diseño inteligente del mundo, como debe hacerlo el creyente, lo único que hace la ciencia en sus intentos  es descubrir ese diseño divino oculto en el mundo desde el primer momento de la creación. Recurriendo a la teoría agustiniana de la creación, Dios creo todas las cosas en un único y mismo principio. A unas las creó con existencia real en el primer momento, es decir, en acto. A otras, en cambio, las creó en potencia, es decir, simplemente las dejó sembradas, esto es, con posibilidad de algún día poder germinar y existir. Son estas semillas que Dios sembró y esparció en el inicio  del mundo, las que la ciencia va descubriendo en el transcurso de la historia de la humanidad.


    Aunque teóricamente hoy no parece haber motivos infranqueables para enfrentarse la ciencia como tal con la religión, en la praxis, sin embargo, en nuestros días vuelve a hablarse de enfrentamiento. ¿Dónde radica  hoy fundamentalmente el desacuerdo? En la ciencia ética. Más concretamente, en la bioética. La ética es la ciencia normativa que estudia la bondad o maldad de los actos humanos. La bioética es aquella parte concreta de la ética que estudia la bondad o maldad de los actos humanos en relación con la vida. La ciencia responde a sus logros y  problemas con las luces de la razón, la religión, en cambio,  responde a esos mismos problemas con la luz de la fe religiosa. Y, de momento,  todavía no se ha llegado a lograr un  “consenso ético” o “universo moral” compartido, en el que  queden integradas las distintas cosmovisiones implicadas: la  científica y la religiosa.


    Parece obvio pensar que sólo la conjunción e integración y armonización de todos los distintos conocimientos, es capaz de proporcionarnos una visión total y armónica del hombre y del mundo. De ahí la importancia de buscar la armonía entre todos los conocimientos en el actuar humano. De volver a buscar, en definitiva, la armonía entre lo verdadero, lo bueno y lo bello.

 

                                                              Isaías Díez del Río

 

jueves, 30 de abril de 2020

LA AUTOESTIMA


La religión cristiana está llena de paradojas. Dice, por ejemplo, que hay que humillarse para ser exaltado, perderse para encontrarse, morir para vivir, y cosas por el estilo. Una de esas paradojas la encontramos ya en la formulación del primer mandamiento cristiano:” Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, y a tu prójimo, como a ti mismo”.


   Si ser cristiano es por esencia ser altruista, cristianismo y egoísmo son dos polos opuestos. En efecto, en una perspectiva cristiana, egoísmo y altruismo son actitudes que responden a valores antinómicos y antagónicos. No obstante, en la formulación de la esencia cristiana paradójicamente parece identificarse el amor a los demás (amor altruista) con el amor a uno mismo (amor egoísta), ya que se nos pone como referente del amor a los demás el amor a uno mismo. Como no es posible que haya contradicción en el mismo mensaje, esto nos lleva a pensar que, si el mandamiento supremo de la religión cristiana es el amor al prójimo, y la norma o medida de ese amor es el amor a uno mismo, por necesidad tiene que haber un especial y gran amor a uno mismo, que no es necesariamente egoísmo. 

   Los diccionarios suelen definirnos el egoísmo como un “inmoderado amor que uno tiene a sí mismo y que le hace ordenar todos sus actos al bien propio, sin cuidarse del de los demás”. (J. Casares), En este sentido, entendemos el egoísmo como un defecto o vicio que desvaloriza y descalifica al hombre que lo posee. El egoísmo, en cambio, del que trata el texto evangélico, es una cualidad que le ennoblece y plenifica, hasta el punto de ser puesto por Jesús como norma y parámetro para medir el grado y la calidad de nuestro amor a los demás. Expresamente nos dice que “amemos a nuestro prójimo como nos amamos a nosotros mismos”. ¿Qué es, entonces, este gran amor a uno mismo, que no es egoísmo, con el que debemos amar a nuestro prójimo? 

   Por principio tiene que ser amor. Parece también manifiesto que ese amor tiene que ser recto u ordenado. Hace mucho tiempo ya hablaba San Agustín del amor “recto/ordenado de sí mismo (probus amor sui)”, frente al “torcido/desordenado amor de sí mismo (improbus amor sui)”. Solo el recto u ordenado amor a uno mismo posibilita y condiciona el recto amor a los demás. Este sano amor a uno mismo es lo que hoy entendemos por autoestima. ¿Qué es  la  autoestima? 

   Como su mismo nombre indica la autoestima es lo que uno piensa y siente de si mismo, no lo que otros piensan o sienten sobre mí. Puede suceder, de hecho, que yo pueda satisfacer las expectativas de los demás sobre mí, pero no las mías. Y de lo que aquí se trata es de que yo, mi vida, responda a mis propias expectativas, no a las expectativas que los demás tienen sobre mí. 
   Esa autoestima puede ser positiva o negativa, correcta o falsa, alta o baja, etc. Aquí por supuesto, se habla sólo de la correcta y positiva, por ser ésta la única sana y saludable. La importancia de la autoestima estriba en que el concepto que tenga de mí mismo va a modelar mi destino. “Los dramas de nuestra vida –se ha escrito- son los reflejos de la visión íntima que poseemos de nosotros mismos”. Una sana autoestima es el fundamento de nuestra capacidad para responder siempre de manera activa y creativa a las oportunidades que nos ofrece la vida, así como la base de esa serenidad de espíritu que hace posible el disfrute de la vida. 

   De antiguo viene el proverbio “nemo dat quod non habet: nadie da lo que no tiene”. En efecto, ¿Cómo voy a transferir a los demás un amor que no tengo en mi ni para mí? “Sé amigo de ti mismo –escribió Tony de Mello- y tu yo te dejará en libertad para amar a tu prójimo”. Y muchos siglos antes nuestro Séneca nos dice: “sabed que cuando uno es amigo de sí mismo, lo es también de todo el mundo”. 
   La autoestima es, sencillamente, reconocer y apreciar las cualidades que tengo, aceptar las limitaciones que padezco, amar lo bueno y lo malo que poseo, y prestar solícita atención a las necesidades reales que en mi advierto/observo. Es saber evaluarse, y aceptar y amar el resultado de esa evaluación. Los antiguos griegos ya hacían consistir la felicidad en reconocer los propios límites y amarlos. Sólo a través de este autoconocimiento se llega al humanismo que brota del “homo sum et nihil humani a me elienum puto: hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno”. 

   La autoestima es siempre oblativa, es decir, solidaria. Y todo, porque el ser humano es relacional por naturaleza. Yo-soy-yo-en-relación-con-los-demás-y-con-lo-demás”. Por eso, como dice Erich Fromm, el amor a los demás y el amor a nosotros mismos no son alternativas opuestas. Todo lo contrario, una actitud de amor hacia sí mismos se hallará en todos aquellos que son capaces de amar a los demás”. 
   Si entre los ingredientes básicos de la autoestima está mi percepción al derecho de la felicidad personal, el amor a mi felicidad ha de llevarme a buscar y posibilitar la felicidad de los demás. Sólo así se explican y pueden entenderse expresiones como éstas: “desde que aprendí el placer de dar, no he dejado un solo día de ser totalmente feliz” (Vicente Ferrer). Como ya constató J,W, Goethe, “quien hace el bien desinteresadamente, siempre es pagado con usura”.
De todo lo dicho aquí parece concluirse que, entre el egoísmo y la solidaridad anida la autoestima, que corrige el egoísmo e impulsa a la solidaridad. No en vano se nos dejó escrito: “Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, y a tu prójimo, como a ti mismo”.

Isaías Díez del Río