Vivimos
en un mundo moderno, aprovechándonos de la ciencia y la tecnología, pero lo
vivimos con espíritu antimoderno o, lo que es lo mismo, con ánimo posmoderno.
En España, desde la década de los 80, se está viviendo lo que se conoce como
sensibilidad posmoderna. Esta sensibilidad ha sido definida, entre otras acepciones,
como la “era del vacío”, el “imperio de lo efímero”, el “crepúsculo del deber”.
En este “humus” cultural la moda la impone el individualismo, el egoísmo, el
placer, la diversión, el juego, el humor intrascendente, la frivolidad, el
narcisismo, en definitiva. En este ambiente el valor dominante es lo light, lo
ligero, rápido y cómodo, lo estéticamente agradable, personalizado,
intrascendente, divertido, desde las bebidas, las comidas y los cigarrillos,
hasta las relaciones sentimentales y la misma religión.
En
el acentuado individualismo de la posmodernidad
se da la atmósfera social más adecuada para la floración y el éxito del
narcisismo. Para la perspectiva del narciso lo único que importa es él mismo y
lo suyo; los demás y lo de los otros, así
como la institución o comunidad en la que vive y los objetivos que ésta
persigue, sólo le importan en tanto en cuanto le sirven para sus intereses y
sus placeres particulares. No en vano los narcisistas están convencidos de que
son superiores a los demás. Cuando ejercen posiciones de poder, para realzar
más su personalidad, suelen rodearse de personas de inferior rango o condición. Esta egolatría o necesidad excesiva de
admiración por parte de los demás ha desembocado en la actualmente conocida
como “cultura del selfie”.
La
posmodernidad no podía por menos de afectar también a la religión. Frente a la
creencia responsable y el ateísmo coherente, que son dos actitudes
existenciales “fuertes”, hoy privan la “indiferencia”, el “agnosticismo”, y la
“religión light”, todas ellas actitudes vitales “blandas”. La indiferencia y el
agnosticismo son puro “pasotismo” religioso. La religión light es una religión
blanda, personal, de autoservicio, a la carta: un “cocktail” de ingredientes
religiosos múltiples, elegidos o seleccionados de la religión o religiones
conocidas a voluntad. Entre sus manifestaciones más significativas está lo
que hoy se conoce como “nueva
religiosidad”, donde todo es sujeto de experiencia religiosa y mística.
Lo
mismo acontece con la moral y la ética posmodernas. Frente a la ética del
deber, que es una ética de contenidos “fuertes”, está la ética del “postdeber”,
posmoralista, indolora y débil, que se identifica con los deseos inmediatos, la
pasión del ego, la felicidad individual, en la que “todo vale”, si a mi me
sirve y es útil. Frente a la tradicional ética del bien, la ética del
bienestar.
El
sujeto de esta ética y religión, es decir, el arquetipo humano de la
posmodernidad es el “hombre light”. Se trata de un ser profundamente egoísta,
hedonista y materialista, cuya única meta en la vida consiste en alcanzar el
éxito a costa de quien sea y como sea; un ser al que sólo le interesa el
dinero, el poder, y el consumo; un hombre, en definitiva, sin referentes
religiosos “fuertes”, que ha hecho de la permisividad su nuevo código ético, y
que, a pesar de cultivar con esmero los afectos, tiene horror al compromiso,
miedo a lo definitivo, e incapaz para la fidelidad.
Todos
estamos, de alguna manera, marcados por la posmodernidad hasta en las
dimensiones más profundas de nuestra personalidad, como es la dimensión
religiosa. De hecho, entre los que hoy se consideran creyentes, no son pocos
los que han terminado en la práctica de una religión light. Entre los no pocos que
todavía se mantienen en la práctica de la religión tradicional o familiar,
abundan los que consideran la religión como un “centro de asistencia social”.
Este sentido tiene el considerar a Dios como un “Dios-manojo de llaves”, que da
respuesta a todas las cuestiones; o un “Dios-pañuelo”, que consuela en todos
los sufrimientos; o un “Dios-portamonedas”, que otorga todas las seguridades.
Es
cierto que Dios puede prestar todos esos “servicios”, pero Dios ni es light, ni
es un dispensario asistencial. El Dios cristiano es un Padre que, por amor al
hombre, nos ha salvado en su Hijo Cristo Jesús. Como signo distintivo de esa
afiliación me ha mandado amar a los hombres. El alcance de este mensaje no
puede ser ni más humano, ni más explícito y sencillo: hacer a los demás aquello
que yo quiero que los demás hagan
conmigo. En el ejercicio de esta acción no hay límites, pues, como dice san
Agustín, “la medida del amor, es el amor sin medida”. Está, por consiguiente,
muy claro que quien no acoge, ayuda, y
sirve al prójimo, es decir, a las personas que viven a su lado y están a su
alcance, máxime cuando éstas están necesitadas, aunque se tenga por creyente,
aunque rece mucho, asista a muchas liturgias y vaya a misa, y esto le sirva de
tranquilidad y de consuelo, no es verdadero
cristiano. Egoísmo y cristianismo son dos polos opuestos y, como tales,
irreconciliables.
Fe
responsable, ateísmo, agnosticismo,
indiferencia, religión light, nueva sensibilidad: ecologismo, feminismo,
pacifismo, nacionalismo, espiritualismo. Todo un “supermercado”
socioespiritual, donde se da preferencia a los actos de humanidad sobre las
liturgias y plegarias. En cualquier sitio donde estemos ubicados en este “zoco”
del espíritu, nadie ni nada nos exculpará de no ser un hombre de bien. Nuestra
bondad y piedad se medirá por nuestra contribución en la construcción
de una sociedad cada día más justa, más solidaria, más humana, y más
feliz.