martes, 22 de enero de 2019

AMISTAD, PROJIMIDAD Y CIUDADANIA


Si de algo, desde la antigüedad más lejana, se ha escrito largo, variado y bello es sobre la amistad. Es sin discusión el afecto humano más valorado después del amor. Incluso hay pensadores que lo juzgan superior al amor. No es extraño, por eso, que sean incontables los refranes que a lo largo de la historia humana este afecto ha originado. Por citar uno, entre tantos, está el de Aristóteles que define al amigo como “una sola alma habitando en dos cuerpos”. La Real Academia Española la define como el Afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato”.
Entre la ingente bibliografía que en su largo recorrido histórico ha originado este afecto, vamos a fijarnos únicamente en los elementos o valores que engloba la amistad tal como en breve síntesis nos los ofrece un autor contemporáneo. En uno de sus libros “Sobre la amistad”,  Pedro Laín Entralgo nos hace esta descripción: «La amistad es una relación genuinamente interpersonal. En un acto personal, íntimamente vivido como propio, el amigo quiere el bien del amigo (benevolencia personalizada), habla bien de él, sin faltar, por supuesto, a la verdad (benedicencia personaliza­da), procura efectivamente su bien (beneficencia personalizada) y le confía verbalmente algo sólo para él (benefidencia persona­lizada). Aunque tanto se abuse socialmente de los términos «amistad» y «amigo», sólo en esto consiste la verdadera amis­tad, sólo así se es verdadero amigo».
                                          
Asumir en la apertura y el trato con «el otro» la benevolencia, la benedicencia, la beneficencia y la benefidencia, es el mejor programa que una persona o un grupo humano puede idear para fundamentar y construir unas relaciones interpersonales sobre el más alto grado de humanidad. Practicar la amistad es «fraternizar», es humanizar y cordializar las relaciones humanas, es crear comunión en la diferencia.
Un concepto muy próximo y muy afín, pero de más amplio ho­rizonte y valía social, al de la amistad, es el de «projimidad». Cuando la acción de la benevolencia y de la beneficiencia tienen como término o destino al otro simplemente por ser persona/hombre, sin ser necesariamente amigo ni siquiera conocido del benevolente y el benefaciente, en este caso es amor de projimidad. En definitiva, cuando el acto amistoso es totalmente despersonalizado y desinteresado, entonces la acción traspasa el amor de amistad y se convierte en amor de projimidad .
                                              

Aunque todavía se mantenga en el horizonte humano como lejana utopía, la projimidad es un concepto relacionado con lo que Aristóteles llamaba ya en su tiempo la “amistad cívica”, y la sociedad de nuestros días (Adela Cortina, J.A. Marina…) simplemente ciudadanía. Los valores con los que la sociedad trata de dotar hoy al ciudadano los concentra y transmite en lo que llama “educación para la ciudadanía”. Esta educación es y debe ser una formación en valores sociales compartidos, tanto a nivel universal de condición humana, como a nivel de identidad grupal. Su objetivo final es la fraternidad o projimidad entre todos los hombres, esa fraternidad, precisamente, a la que constantemente apela el Papa Bergoglio en todos sus pronunciamientos. La misma que echó en falta Martin Luther King en aquella célebre frase: “hemos aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir juntos como hermanos”.
                                                             
 







El último fin que busca la educación por la ciudadanía es  lograr un mundo donde florezcan las relaciones humanas de  la projimidad. Por eso, con independencia de cualquier fe religiosa, nunca se resaltará bastante en toda sociedad la importancia de la educación para la ciudadanía. El ser social del hombre es ser ciudadano. Y la misión de la educación es lograr que aflore en ese ciudadano lo mejor que tiene de verdadero, de bueno y bello su condición humana. El mero análisis de la condición humana le llevó en el siglo pasado a Martin  Heidegger a definir al hombre como un ”ser-con-los-demás”, fórmula que su compatriota D. Bonhoeffer cristianizó definiéndolo como un “ser-para-los-demás”. La meta de la educación, según estos pensadores consistiría en lograr un hombre “con-y-para-los-demás”, es decir, un hombre cabalmente convivencial  (Ivan Illich).
                                                             

Pretender fundamentar la convivencia social en la amistad, es el más alto y noble empeño que un grupo humano o socie­dad puede adoptar como norma de convivencia. Intentar ampliarla basándola en la projimidad, además de la amistad, es la cima ejemplar en la sociedad del humanismo secular. Irrigar y trascender la amistad y la proji­midad secular por la amistad y  projimidad evangélica o caridad  cristiana, dotando a ambos  afectos de horizonte y dimensión religiosa, es el rasgo distintivo y esencial del cristiano.

                           
El ejercicio de la amistad y de la projimidad, tanto secular como religiosa, puede llevarse a cabo a través del individuo o por medio de un grupo o comunidad. El fenómeno de la globalización jugará en su práctica un papel importante. De hecho San Agustín abre, amplifica y enaltece más el radio y la fuerza de acción de los mencionados afectos, fortaleciendo el amor de amistad y el amor de projimidad cristianas o caridad con su dimensión comunitaria, es decir, dando al ejercicio de ambos amores una fuente permanente de autoalimentación y de eficacia a través de la comunidad. Por eso el perfil de comunidad o fraternidad religiosa por él fundada estaba caracterizado por la comunión de vida en clave de amistad, es decir, una fraternidad cristiana vivida en comunidad.                                                                      
Isaías Díez del Río