viernes, 8 de noviembre de 2019

MARCADOS POR LA POSMODERNIDAD


Vivimos en un mundo moderno, aprovechándonos de la ciencia y la tecnología, pero lo vivimos con espíritu antimoderno o, lo que es lo mismo, con ánimo posmoderno. En España, desde la década de los 80, se está viviendo lo que se conoce como sensibilidad posmoderna. Esta sensibilidad ha sido definida, entre otras acepciones, como la “era del vacío”, el “imperio de lo efímero”, el “crepúsculo del deber”. En este “humus” cultural la moda la impone el individualismo, el egoísmo, el placer, la diversión, el juego, el humor intrascendente, la frivolidad, el narcisismo, en definitiva. En este ambiente el valor dominante es lo light, lo ligero, rápido y cómodo, lo estéticamente agradable, personalizado, intrascendente, divertido, desde las bebidas, las comidas y los cigarrillos, hasta las relaciones sentimentales y la misma religión.

En el acentuado individualismo de la posmodernidad  se da la atmósfera social más adecuada para la floración y el éxito del narcisismo. Para la perspectiva del narciso lo único que importa es él mismo y lo suyo; los demás y lo de los otros, así  como la institución o comunidad en la que vive y los objetivos que ésta persigue, sólo le importan en tanto en cuanto le sirven para sus intereses y sus placeres particulares. No en vano los narcisistas están convencidos de que son superiores a los demás. Cuando ejercen posiciones de poder, para realzar más su personalidad, suelen rodearse de personas de inferior rango o condición.  Esta egolatría o necesidad excesiva de admiración por parte de los demás ha desembocado en la actualmente conocida como   “cultura del selfie”.


La posmodernidad no podía por menos de afectar también a la religión. Frente a la creencia responsable y el ateísmo coherente, que son dos actitudes existenciales “fuertes”, hoy privan la “indiferencia”, el “agnosticismo”, y la “religión light”, todas ellas actitudes vitales “blandas”. La indiferencia y el agnosticismo son puro “pasotismo” religioso. La religión light es una religión blanda, personal, de autoservicio, a la carta: un “cocktail” de ingredientes religiosos múltiples, elegidos o seleccionados de la religión o religiones conocidas a voluntad. Entre sus manifestaciones más significativas está lo que  hoy se conoce como “nueva religiosidad”, donde todo es sujeto de experiencia religiosa y mística.


Lo mismo acontece con la moral y la ética posmodernas. Frente a la ética del deber, que es una ética de contenidos “fuertes”, está la ética del “postdeber”, posmoralista, indolora y débil, que se identifica con los deseos inmediatos, la pasión del ego, la felicidad individual, en la que “todo vale”, si a mi me sirve y es útil. Frente a la tradicional ética del bien, la ética del bienestar.
El sujeto de esta ética y religión, es decir, el arquetipo humano de la posmodernidad es el “hombre light”. Se trata de un ser profundamente egoísta, hedonista y materialista, cuya única meta en la vida consiste en alcanzar el éxito a costa de quien sea y como sea; un ser al que sólo le interesa el dinero, el poder, y el consumo; un hombre, en definitiva, sin referentes religiosos “fuertes”, que ha hecho de la permisividad su nuevo código ético, y que, a pesar de cultivar con esmero los afectos, tiene horror al compromiso, miedo a lo definitivo, e incapaz para la fidelidad.


Todos estamos, de alguna manera, marcados por la posmodernidad hasta en las dimensiones más profundas de nuestra personalidad, como es la dimensión religiosa. De hecho, entre los que hoy se consideran creyentes, no son pocos los que han terminado en la práctica de una religión light. Entre los no pocos que todavía se mantienen en la práctica de la religión tradicional o familiar, abundan los que consideran la religión como un “centro de asistencia social”. Este sentido tiene el considerar a Dios como un “Dios-manojo de llaves”, que da respuesta a todas las cuestiones; o un “Dios-pañuelo”, que consuela en todos los sufrimientos; o un “Dios-portamonedas”, que otorga todas las seguridades.
Es cierto que Dios puede prestar todos esos “servicios”, pero Dios ni es light, ni es un dispensario asistencial. El Dios cristiano es un Padre que, por amor al hombre, nos ha salvado en su Hijo Cristo Jesús. Como signo distintivo de esa afiliación me ha mandado amar a los hombres. El alcance de este mensaje no puede ser ni más humano, ni más explícito y sencillo: hacer a los demás aquello que yo quiero que los  demás hagan conmigo. En el ejercicio de esta acción no hay límites, pues, como dice san Agustín, “la medida del amor, es el amor sin medida”. Está, por consiguiente, muy claro que  quien no acoge, ayuda, y sirve al prójimo, es decir, a las personas que viven a su lado y están a su alcance, máxime cuando éstas están necesitadas, aunque se tenga por creyente, aunque rece mucho, asista a muchas liturgias y vaya a misa, y esto le sirva de tranquilidad y de  consuelo, no es verdadero cristiano. Egoísmo y cristianismo son dos polos opuestos y, como tales, irreconciliables.


Fe responsable,  ateísmo, agnosticismo, indiferencia, religión light, nueva sensibilidad: ecologismo, feminismo, pacifismo, nacionalismo, espiritualismo. Todo un “supermercado” socioespiritual, donde se da preferencia a los actos de humanidad sobre las liturgias y plegarias. En cualquier sitio donde estemos ubicados en este “zoco” del espíritu, nadie ni nada nos exculpará de no ser un hombre de bien. Nuestra bondad y piedad se medirá por nuestra contribución en la  construcción  de una sociedad cada día más justa, más solidaria, más humana, y más feliz. 

                                                       Isaías Díez del Río

lunes, 16 de septiembre de 2019

EL PORVENIR DE LA FE

En anterior artículo decíamos que la Iglesia, al igual que las
Instituciones religiosas, si querían mantener vigente y viva su
plausibilidad social, tenían que “aggionarse” a la cultura de
nuestro tiempo. En nuestro caso concreto sosteníamos,apoyados en otros muchos autores, que para sobrevivir o asegurar el futuro del catolicismo en Occidente debería “traducirse la doctrina de la fe al lenguaje de la modernidad”, que es el que hoy priva en esta sociedad.
   La razón parece evidente: el actual paradigma cultural de la modernidad no se parece en nada a los paradigmas culturales de épocas pasadas en los que fueron formulados los artículos de la fe. Y lo normal, para que haya asentimientos personales, es que haya sintonía entre ambos paradigmas: el de la fe y el del pensamiento.
   El retraso en llevar a cabo esa tarea está trayendo consigo o, al menos, contribuyendo, en no pequeña medida, al desmoronamiento de la creencia católica y a la aguda crisis de
las Instituciones religiosas en el mundo occidental. Y entre los
interrogantes que la situación provoca el más corriente es: si esto sigue así, ¿cuál será el final de la religión católica y el de
sus tradicionales Instituciones en Occidente? 

   ¿Será, acaso, el que nos describe en la siguiente carta de 1969 el que fue Papa Benedicto XVI? 
   “La Iglesia del mañana se hará pequeña, y en gran medida
tendrá que comenzar desde el principio. Ya no podrá llenar
muchos de los edificios construidos en tiempos de esplendor.
Junto con el número de fieles perderá muchos de sus privilegios
en la sociedad. Se presentará sobretodo como una comunidad
a la cual se ingresa sólo por la decisión voluntaria. Como
comunidad pequeña exigirá mucho más la iniciativa de sus
miembros. Seguramente adoptará nuevas formas en su
ministerio y ordenará sacerdotes a cristianos probados
profesionalmente… Será una Iglesia de una espiritualidad más
profunda… Pero de esta Iglesia más espiritual y sencilla brotará una gran fuerza. Porque los hombres de un mundo
completamente planificado padecerán de un soledad indecible.
Cuando Dios desaparezca de sus vidas experimentarán su total
y terrible pobreza. Así pues descubrirán la pequeña comunidad
de creyentes como algo completamente nuevo, como una
esperanza, como una respuesta que en lo oculto siempre
estaban buscando”
                        Prof. Joseph Ratzinger,1969

   Ese posible futuro de la fe que aquí pronostica Ratzinger ¿no
será, fundamentalmente, el resultado de la hipótesis que hemos formulado en nuestra precedente introducción, es decir, la actual falta de sintonía entre fe y cultura?

   Aunque la fe cristiana –llámese Iglesia- siempre prevalecerá
(Mat, 16:18), para evitar que llegue ese hipotético, lejano y, tal
vez, solo imaginario futuro irrelevante de la fe , ¿cuál deberá
ser, en general, el futuro inmediato de la religión? Según los
analistas más avizores y acreditados del fenómeno religioso lo
menos que puede pedirse es que en el futuro inmediato “lo
religioso”, sin olvidar nunca su dimensión mística, deberá
presentarse investido de una mayor racionalidad científica y
una mayor razonabilidad filosófica, porque las razones de siglos anteriores, aunque pudieran seguir siendo válidas y necesarias, hay que esperar que no sean ya suficientes (P. Rubal). En definitiva sintonizar el paradigma de la creencia con el paradigma cultural de la modernidad. Lo cual no impedirá que el futuro de la religión vaya a estar marcado por la pluralidad y la heterogeneidad de la nueva religiosidad.
 

                                                   Isaías Díez del Río

domingo, 2 de junio de 2019

CARISMA, INSTITUCIÓN Y NUEVO PARADIGMA CULTURAL


En anterior artículo decíamos que la globalización está afectando incluso a las Instituciones Religiosas, cuya tendencia actual, en lugar de intentar reforzar cada cual la propia y tradicional identidad –llamada carisma-, está buscando salvar y fortalecer la institución compartiendo, en realidad, la unión en la uniformidad identitaria con otras instituciones.

Esta orientación no es de extrañar. Hoy el problema por solucionar entre las congregaciones es dilucidar si la institución responde en la actualidad a lo que fue en su origen o fundación. Lo que supone que debe abordarse su identidad o factor constitutivo –lo que se denomina carisma-, y la institución o elemento constituido para responder al carisma fundacional. En la formulación o institucionalización del carisma se responde al entorno y a los retos sociales a los que quiere hacer frente la congregación.
Se entiende aquí por carisma   una gracia o don especial concedido por Dios a algunas personas privilegiadas en beneficio de la comunidad. Para que esa gracia pueda ser beneficiosa para la comunidad necesita ser transmitida en sintonía con la cultura de la comunidad social a la que trata de servir. Este objetivo se lleva a cabo a través de lo que se conoce por el fenómeno de la institucionalización del carisma. Precisamente de la mayor o menor adecuación o armonía de la institución con la cultura del entorno, dependerá la mayor o menor eficacia o ineficacia social de la institución.


Eso es así porque tanto carisma como institución guardan una estrecha relación con la circunstancia o entorno cultural donde una y otra surgen, y a la que tratan de responder. Eso quiere decir que ni una ni otra son ahistóricas, circunstancia esta que conlleva la posibilidad, incluso la necesidad, de tener que redefinirse al compás del cambio de la circunstancia vital exterior, con el fin de poder mantener en todo momento vigente su plausibilidad social. ¿El necesario cambio institucional que le pide el cambio cultural no podrá, en algún caso, conllevar también, en algún sentido, el cambio en el primitivo carisma o identidad fundacional?
Porque ¿Qué sucederá si la circunstancia cultural en que carisma e institución surgieron ya no existe, por haber sido modificada radicalmente/sustancialmente? Que es, precisamente, lo que ha acontecido con el entorno cultural de no pocas de las instituciones religiosas actuales que nacieron siglos atrás. Este es, precisamente, el problema que deben tratar de resolver.


Es indiscutible que las ofertas institucionales de algunas antiguas congregaciones todavía siguen sintonizando con las demandas de la sociedad actual. Pero esto no significa que ni siquiera muchas de estas obras o actividades tengan que ser realizadas hoy por una Institución religiosa, pues, en realidad, la mayoría de estas finalidades o funciones asistenciales, educativas y sociales responden a objetivos de referencia e incumbencia secular.
De lo dicho parece desprenderse que no pocas de las congregaciones religiosas, que surgieron en siglos pasados, por no haberse satisfactoriamente “aggiornado” y acomodado a las exigencias del contexto histórico de un nuevo paradigma cultural, están hoy obsoletas, y abocadas a la muerte por haber cumplido ya su ciclo vital. De hecho, no son pocas ya las obras de acreditados autores que sostienen que el modelo de vida religiosa tradicional está ya obsoleto, y necesitado de ser reemplazado por otro paradigma o modelo de vida religiosa nuevo en sintonía con el paradigma de la cultura actual. Entre los efectos más graves de esta anticuada situación, que se traduce en crisis, es la falta de vocaciones en estas congregaciones. Esta pobreza de vocaciones agrava su cada día mayor irrelevancia religiosa y social.


Ante esta decadente situación  la respuesta más inmediata, fácil  y clara, para hacer frente al problema de las tareas u obras institucionales, es la unión entre las congregaciones con objetivos afines, por aquello de que  la unión hace la fuerza. El peligro en estas circunstancias es subordinar lo carismático a lo institucional con peligro de llegar a ser sustituido. Es lógico y normal que ante la inviabilidad del carisma en su pureza primitiva se busque, al menos,  la viabilidad de la institución. Esta fue, posiblemente, la razón sobre la que se apoyaron algunos ilustres miembros del último Concilio para pedir la unión de las congregaciones afines.


Hay que advertir que la situación descrita acontece en Europa y, en general, en Occidente, y que el fenómeno afecta al conjunto de la Iglesia occidental, pero no sucede lo mismo en otros continentes y culturas. El problema, por tanto, grave y urgente por resolver –si tiene solución-, es saber responder a la actual situación cultural de Occidente, con soluciones viables, desde el carisma institucional.
Para poder acertar con la solución, lo primero por  lo que hay que empezar es por aceptar que hoy en Occidente se  vive un nuevo paradigma cultural, que en  nada se parece a paradigmas pasados, paradigma  que hay que asumir, hacer frente y saber responder con soluciones adecuadas.


En nuestro caso  las congregaciones participan de la misma situación que también afecta a la Iglesia oficial, que aún sigue sin aceptar, con todas sus negativas consecuencias, el paradigma de la modernidad. Y, a decir de los entendidos, “para asegurar el futuro de la Iglesia, pasa a ser extraordinariamente urgente traducir la doctrina de la fe al lenguaje de la modernidad” (R.Lenaers). Y “sin una autocomprensión de la iglesia dentro del paradigma de la modernidad  nunca habrá evangelización”(J.Monserrat). Lo que significa que tampoco habrá evangelizadores en armonía con los “signos de los tiempos”.


Llegados a esta situación de crisis eclesial y congregacional, tal vez venga al caso recordar lo que hace ya algún tiempo dijo el famoso periodista Vittorio Messori: “Hoy hay en la Iglesia exceso de palabrería; las pocas fuerzas que quedan parecen dedicadas a elaborar documentos para los archivos o a hacer reuniones, encuentros, asambleas, en los que, además, participan siempre las mismas personas, mientras que el mundo se aleja cada vez más de la fe. En los últimos veinte años la Iglesia ha publicado más documentos que en los veinte siglos precedentes. Son las instituciones en crisis, las que ya no creen en sí mismas, las que multiplican las palabras”.  En la referencia a la Iglesia incluía el periodista desde el Papa hasta el último sacerdote, pasando por las instituciones religiosas.
                                                                           Isaías Díez del Río