domingo, 4 de noviembre de 2018

LA POSVERDAD AGUSTINIANA

   Se entiende por posverdad el dar más crédito a los sentimientos y a las creencias que a la razón en el conocimiento y la valoración de la realidad. En el racionalismo se define la realidad por la razón; no en vano la verdad se define, según Aristóteles,
Santo Tomás y otros muchos, como “adaequatio rei et intellectus”: la correspondencia entre la cosa conocida y el concepto producido por el intelecto; en el irracionalismo, en cambio,  predominan en la definición los sentimientos; es lo que hoy se conoce, en una de sus  más recientes y socorridas acepciones, como posverdad. Entre uno y otro movimiento podríamos hablar, por lo que seguidamente se dirá, de “cordialismo” agustiniano. Para aclarar este concepto, vamos a servirnos de las ideas de un texto que escribimos hace ya algún tiempo, al abordar el tema del “carisma” agustiniano. 

 
    Recurriendo a la conocida ter­minología que utilizó E. Marcuse, para definir la dialéctica de la cultura occidental, la dialéctica de la institución agustiniana se caracteriza por moverse por el principio de cordialidad, tanto y más que por el principio de realidad. Respondiendo a la vivencia y mentali­dad que genera este principio, no son pocas las obras agustinianas, sobre todo de carácter cultural, que en su frontispicio lle­van grabado el lema «ad scientiam per caritatem», o «ad caritatem  per scientiam», que tanto monta.
Así como el principio de realidad es el principio de razón, el principio de cordialidad, obviamente, es el principio de corazón. ¿Qué queremos decir con esta fórmula? Sencillamente, expre­sar el equilibrio entre corazón y mente, sentimiento y razón en el conocimiento y en la vida. Responde a lo que quería decir Pascal con aquel célebre pensamiento: «Conocemos la verdad, no sólo por la razón, sino también por el corazón». Algo muy pare­cido a lo que hoy propugna Adela Cortina con su teoría de la razón cordial.
Según esta autora la razón íntegra es «razón cor­dial», pues «conocemos la verdad no sólo por la argumentación, sino también por el corazón». 

Esta interpretación está en línea con lo que sostiene un autor de nuestros días (Ralph Keyes) al afirmar que la posverdad está entre la verdad y la mentira. Si así fuese, como parece ser, dado que el órgano definidor de la verdad y la mentira es la razón, el órgano de la posverdad no puede ser otro más apropiado y lógico que el del corazón. No es extraño, por eso, que alguien pueda hablar también de la posverdad como “verdad emotiva” frente a “verdad racional” de la verdad a secas. En realidad, estas y otras interpretaciones siempre hacen referencia a la definición del diccionario de Oxford, según el cual la posverdad se fundamenta más en la emoción y la creencia personal que en la objetividad de los hechos.
San Agustín fue el primer pensador en desarrollar en Occi­dente una filosofía afectiva, corriente de pensamiento desgracia­damente arrumbada muy pronto por el aristotelismo posterior. Para Agustín no basta el conocimiento especulativo y abstracto; sólo el conocimiento afectivo de la verdad es el conocimiento perfecto. Para él, razón y corazón, inteligencia y amor son dos órganos de intelección íntima y firmemente vinculados. Una sín­tesis de este pensamiento puede verse reflejada en aquella reite­rativa afirmación de que «non intratur in veritatem nisi per cari­tatem: No se entra en la verdad sino por el amor» (C. Faust., 32, 18). En sintonía/ armonía con ese «principio de cordialidad», está la célebre diná­mica formulada por el santo, en la dialéctica entre fe y razón, para alcanzar la verdad: «Creer para entender, entender para creer: credo ut intellegam, intellego ut credam» (Sermón 43,7). No hay que olvidar que la fe se mueve en el ámbito del principio de cordialidad.
Frente al principio supremo de todo intelectualismo, que se refleja en el antiguo apotegma escolástico «no puede quererse lo que previamente no ha sido conocido, nihil volitum quin praecognitum», san Agustín parece acercarse —aunque sin identifi­carse— al principio del voluntarismo inverso, formulado y aca­riciado muchos siglos más tarde por Unamuno, «no cabe conocerse nada que no se haya querido antes, nihil cognitum quin praevolitum. El deseo es primero, y su realización después» (D. s. t. de la v.). Para Unamuno, como hasta cierto grado para Agustín, el hombre no es tanto un animal racional, como un ser anhelante. Alguien ha dicho, por eso, que siempre el corazón va más allá y por delante de la inteligencia.

La exageración de la emotividad en esta doctrina de Agustín le llevará a Lutero a formular la fe, la creencia en el Dios de Jesucristo, como un asentimiento  exclusivamente amoroso/afectivo, ajeno por completo a la intervención de la razón, alejándose así del catolicismo ortodoxo, para quien la fe es unión de voluntad amorosa y pensamiento.
                                                              Isaías Diez del Río