Se
entiende por posverdad el dar más
crédito a los sentimientos y a las creencias que a la razón en el conocimiento
y la valoración de la realidad. En el racionalismo
se define la realidad por la razón; no en vano la verdad se define, según
Aristóteles,
Santo Tomás y otros muchos, como “adaequatio rei et intellectus”: la
correspondencia entre la cosa conocida y el concepto producido por el
intelecto; en el irracionalismo,
en cambio, predominan en la definición los sentimientos; es lo que hoy se conoce, en una
de sus más recientes y socorridas acepciones,
como posverdad. Entre uno y otro
movimiento podríamos hablar, por lo que seguidamente se dirá, de “cordialismo” agustiniano. Para aclarar
este concepto, vamos a servirnos de las ideas de un texto que escribimos hace
ya algún tiempo, al abordar el tema del “carisma” agustiniano.
Recurriendo a la conocida terminología que utilizó E. Marcuse, para definir
la dialéctica de la cultura
occidental, la dialéctica de la institución agustiniana se caracteriza por moverse por el principio de cordialidad,
tanto y más que por el principio de realidad. Respondiendo a la vivencia
y mentalidad que genera este principio, no son pocas las obras agustinianas, sobre todo de carácter cultural, que en su
frontispicio llevan grabado el lema «ad
scientiam per caritatem», o «ad caritatem per scientiam», que tanto monta.
Así como el principio de realidad es el principio de razón, el
principio de cordialidad, obviamente, es el principio de corazón. ¿Qué queremos decir con esta fórmula?
Sencillamente, expresar el equilibrio entre corazón y mente, sentimiento y razón en el conocimiento y en
la vida. Responde a lo que quería decir Pascal con aquel célebre pensamiento: «Conocemos
la verdad, no sólo por la razón, sino también
por el corazón». Algo muy parecido a lo que hoy propugna Adela Cortina con su
teoría de la razón
cordial.
Según esta
autora la razón íntegra es «razón cordial», pues «conocemos la verdad no sólo por la
argumentación, sino
también por el corazón».
Esta
interpretación está en línea con lo que sostiene un autor de nuestros días (Ralph Keyes) al afirmar que la posverdad
está entre la verdad y la mentira. Si así fuese, como parece ser, dado que el
órgano definidor de la verdad y la mentira es la razón, el órgano de la posverdad no puede ser otro más apropiado y lógico que el del corazón. No es extraño, por eso, que alguien pueda hablar también
de la posverdad como “verdad emotiva”
frente a “verdad racional” de la
verdad a secas. En realidad, estas y otras interpretaciones siempre hacen
referencia a la definición del diccionario de Oxford, según el cual la
posverdad se fundamenta más en la emoción y la creencia personal que en la
objetividad de los hechos.
San Agustín fue el primer pensador en desarrollar en
Occidente una filosofía afectiva, corriente de
pensamiento desgraciadamente
arrumbada muy pronto por el aristotelismo posterior. Para Agustín no basta el conocimiento
especulativo y abstracto; sólo el
conocimiento afectivo de la verdad es el conocimiento perfecto. Para él, razón y corazón, inteligencia y amor son dos órganos de intelección íntima y firmemente
vinculados. Una síntesis de este
pensamiento puede verse reflejada en aquella reiterativa afirmación de que «non intratur in
veritatem nisi per caritatem:
No se entra en la verdad sino por el amor» (C. Faust., 32, 18). En sintonía/ armonía con ese «principio de cordialidad», está la célebre dinámica formulada por el santo, en la dialéctica entre
fe y razón, para alcanzar la verdad: «Creer para entender,
entender para creer: credo ut intellegam, intellego ut credam» (Sermón 43,7). No hay que olvidar que la fe se mueve en el ámbito
del principio de cordialidad.
Frente al principio supremo de
todo intelectualismo, que se refleja en el antiguo apotegma escolástico «no puede quererse lo que previamente
no ha sido conocido, nihil volitum quin praecognitum», san Agustín parece acercarse
—aunque sin identificarse— al principio del voluntarismo
inverso, formulado y acariciado muchos siglos más tarde
por Unamuno, «no cabe conocerse nada que no se haya
querido antes, nihil cognitum quin praevolitum. El deseo es primero, y su
realización después» (D. s. t. de la v.). Para Unamuno, como hasta cierto grado para Agustín, el hombre no es
tanto un animal racional, como un ser anhelante. Alguien ha dicho, por eso, que
siempre el corazón va más allá y por delante de la
inteligencia.
La exageración de
la emotividad en esta doctrina de Agustín le llevará a Lutero a formular la fe,
la creencia en el Dios de Jesucristo, como un asentimiento exclusivamente amoroso/afectivo, ajeno por
completo a la intervención de la razón, alejándose así del catolicismo
ortodoxo, para quien la fe es unión de voluntad amorosa y pensamiento.
Isaías
Diez del Río