No es
infrecuente encontrarse hoy con publicaciones que lleven portadas como esta:
“Europa en la encrucijada. Tras el “brexit”, la UE busca reinventarse para
hacer frente común a los nuevos desafíos que se dibujan en el horizonte” (ABC,junio de 2018).
Que
Europa está en una encrucijada, parece evidente, y no solo por un único motivo.
Entre otros posibles de señalar, aquí vamos a fijarnos en uno en concreto: el
referente a su identidad tradicional.
Desde siempre se ha venido definiendo la cultura occidental como la
civilización constituida por tres elementos básicos: el logos o pensamiento
griego, el ius, el derecho romano, y la crux, o religión
cristiana. ¿Qué acontecerá si falta uno de estos tres ingredientes
constitutivos de su identidad tradicional?
Nadie
pone en duda la pervivencia del pensamiento grecoromano como un
elemento constituyente básico de esta cultura. Pero, ¿acontece o acontecerá lo
mismo con la herencia o elemento cristiano? ¿Sigue hoy la
religión cristiana prestando el horizonte de sentido o respuestas últimas a la
existencia del hombre occidental, como
lo ha hecho en siglos precedentes?
Desde
el triunfo del cristianismo con Constantino (313), hasta el comienzo del mundo
moderno, la religión cristiana, en su versión de Iglesia católica,
sobrepasándose –para su mal- a sí misma,
además de un faro de sentido para la vida, es decir, además de religión, fue una
visión institucionalizada (institutionalized
world view) sobre todos los órdenes o aspectos de la realidad humana.
Europa era cristiana en su pensamiento, instituciones y cultura. Europa, en
definitiva, era la “respublica
christiana” del “régimen de cristiandad”.
Desde
el origen de la modernidad el pensamiento secular, profano o laico fue constante
y progresivamente separándose e independizando del mundo de la fe religiosa,
hasta llegar a hacerse normal en nuestros días la separación e independencia de
ambos mundos. Pero no solo se han independizado –como es normal- las visiones o
interpretaciones racionales del mundo del cosmos de la fe cristiana, sino
también, en gran medida, han cambiado las mismas relaciones humanas con el Dios
cristiano de la tradición. Es lo que se conoce con el fenómeno de la
secularización del mundo, en el que florece el agnosticismo y el ateísmo en su
mayor grado de expresión.
Con
el previsible desarrollo o aumento de esta secularidad, en su versión de
agnosticismo y de ateísmo existencial y cultural, unido a la laicidad
generalizada de los Estados y la creciente inmigración de pueblos con
ideologías religiosas diferentes, ¿no llegará un momento en que Occidente tenga
que “reinventarse” una nueva identidad, en la que esté excluida la crux, para redefinir esta nueva cultura,
huérfana del Dios cristiano?
Ese
planteamiento ya se suscitó en el siglo pasado, cuando ilustres pensadores del momento,
en sintonía con el pensamiento de Nietzsche, elaboraron la conocida teoría de “La muerte
de Dios” (William Hamilton,
Thomas Altizer, Paul van Buren, Gabriel Vahanian). A pesar de su dialéctica
y su empeño en el diagnóstico de la muerte de Dios, se equivocaron en sus
predicciones. Pese a este fracaso, no deja de haber todavía hoy pensadores y
destacados escritores en Occidente que, con la ayuda de no pocos medios de
comunicación adictos, siguen con esa misma pretensión (Richard Dawkins, Sam Harris, Dan Dennett, Christopher Hitchens, Michel
Onfray…), pero, a pesar de tantos y tan variados intentos, a pesar de la no
disimulada “cristianofobia” en no pocos, esa defunción, en caso de darse,
parece estar todavía muy lejana.
No
obstante el revés a esa muerte anunciada, tal vez por deseada, no puede negarse
que desde el inicio de la modernidad la crisis o descenso progresivo de la creencia cristiana ha sido un fenómeno constante
en Occidente. Pese a la duda sobre la
veracidad de los datos, según el último estudio del Centro de
Investigaciones norteamericano Pew (Pew
Research Center), solo dos tercios de los españoles se considera cristiano,
por debajo de países como Alemania, Austria, Suiza, Reino Unido o Finlandia.
Llamativo es también el índice de ateos o agnósticos en nuestro país: un 30%,
por encima de Francia (un 28%) o Alemania (24%). A pesar de todo, el estudio del Pew concluye
que la identidad cristiana sigue
siendo un marcador significativo en Europa occidental, incluso entre aquellos que rara vez
asisten a la iglesia. En España, como en otras sociedades europeas, está
bastante en boga la conocida tesis de Grace Davie “creer sin pertenecer”.
En definitiva: a pesar
del creciente “silencio de Dios” en la escena pública y privada, como
consecuencia de la creciente descristianización de la sociedad y el paulatino
desplazamiento del cristianismo de Europa hacia otros continentes y culturas, el
horizonte de una nueva redefinición de la identidad europea, en la que quede
excluido el Cristianismo como ingrediente constitutivo básico de esta sociedad,
todavía parece hallarse muy alejado de la conciencia generalizada de los
europeos. Al menos, eso dicen las estadísticas.