En un libro publicado recientemente, Revoluciones imaginarias (2018), José
Miguel Ortí Bordás sostiene que en
España suelen surgir con frecuencia movimientos disgregadores o separatismos como
consecuencia de la falta de vertebración de nuestra sociedad. Esta carencia
nacional la atribuye a que, entre los valores constitutivos y definidores de la
colectividad nacional, hay muy poca sociedad y demasiado Estado.
La raíz de este
fenómeno histórico lo explica el catedrático Fernando Rey remontándose a sus
orígenes. En un reciente y magnífico
artículo, Reforma protestante y
constitucionalismo (El País 26/2/18), se atribuye esa situación a no haber
estado nuestra sociedad afectada por el
protestantismo, como lo estuvieron y siguen estando otras sociedades. Para este
autor, “en el constitucionalismo protestante hay tanta sociedad como sea posible y sólo tanto Estado como sea
imprescindible; en el constitucionalismo de impronta católica hay tanto Estado
como sea posible y sólo tanta sociedad como resulte necesaria”.
Las Constituciones, dicho
sea de paso, han nacido como defensa de los derechos del hombre y del ciudadano
frente al poder absoluto de la autoridad del Estado, mediante la fijación de
los límites y la definición de las relaciones entre los poderes del Estado
(legislativo, ejecutivo, y judicial) y los de estos con sus ciudadanos. La
clase de relación entre poder e individuo dependerá fundamentalmente del
concepto de hombre del que se parta.
Desde el momento en que
se pone al individuo en el eje y destino de la relación humana, como aconteció
con la doctrina luterana de “la sola fe”
en la religión, se le adjudica una libertad tal, que todos los demás de la
comunidad creyente y no creyente –personas e instituciones-, tienen que respetarle
en sus posibles y diferentes manifestaciones, pues la libertad religiosa
conlleva el derecho al disfrute de las demás libertades. No es necesario
indicar que esta nueva concepción del hombre trajo consigo una nueva concepción
de la sociedad.
Por el hecho de estar revestido de esa libertad,
parece lógico esperar que las instituciones que de este individuo vayan a surgir, todas van a ir diseñadas en favor y protección del individuo frente a las
instancias y autoridades, entre ellas la del Estado, que puedan coartarla. Es
normal, por eso, que la legislación en el protestantismo esté orientada a favor
del individuo, frente a cualquier otra
autoridad, incluida la del Estado, que pueda menoscabarla.
Este nuevo cambio en la
visión del mundo explica que, ya en el momento de la aparición del
protestantismo, se produjera en Europa
una escisión entre las naciones del Norte, protestantes, rebeldes a la
autoridad del Papa, y las naciones católicas del sur , obedientes a la
autoridad del Pontífice . Aparte factores etnográficos, geográficos, y otros, fue
entonces la religión católica el principal factor de identidad que diferenció y
condujo a la separación entre las sociedades del norte de las naciones del sur.
Hoy sigue existiendo parecida diferencia
y distancia, y por las mismas causas.
El catolicismo sigue
siendo también hoy factor identitario
entre diferentes nacionalidades,
sin peligro de conflictividad. Pero, ¿lo es, o puede serlo, entre distintos grupos
sociales de una misma colectividad nacional sin riesgo de posible enfrentamiento?
Es cierto que hoy la Iglesia, como acaba
de reconocer Antonio Camuñas en reciente artículo, reclama el derecho de la
persona a ejercer su libertad de conciencia y practicar libremente sus
creencias sin injerencias ni coerción del Estado, en plena sintonía con la
primacía del individuo propia del constitucionalismo moderno, pero también es
cierto que el catolicismo, a diferencia
del protestantismo, históricamente siempre ha estado más a favor de la
jerarquía que del individuo. El dilema en el catolicismo tal vez todavía siga siendo
si el individuo es para la sociedad, o, al revés, es la sociedad para el
individuo.
Isaías Díez del Río