Hay personajes en la historia de vida
tan atareada y obra literaria tan extensa y valiosa, que no es fácil comprender
cómo poder compaginar esas dos situaciones y realidades personales.
Hay personajes, efectivamente, en la
historia cuya obra literaria conocida es de tal magnitud y calidad, que no se
explica fácilmente como resultado de una acción o empeño meramente individual.
Es decir, que, para explicar esa creación, parece normal que hay que contar con
la intervención de varias personas.
Tratándose, como es el caso, de
creadores de destacadas obras literarias y de pensamiento, esa ayuda compartida,
por referencia a denominaciones de denigrantes situaciones económicas históricamente
pasadas, suele llevar, por parte de quien la presta, el nombre de negro,
y a quien la utiliza y se aprovecha de ella, negrero.
Si recurrimos a Google se nos dirá que “la expresión es de origen francés -los ingleses usan el término ghostwriter, escritor
fantasma- y surgió con la producción
en masa de folletines en el siglo XIX, cuando se empezó a
llamar négrier
-negrero- al que firmaba y nègre -negro- a quien escribía”.
Respondiendo al
título de esta reflexión, una visión volteriana de los personajes de nuestro intitulado
nos lleva a poder calificar a nuestros prolíficos protagonistas –con perdón del
santo- de “negreros”, en el sentido de que uno y otro se sirvieron, en alguna
medida, de la ayuda de otras personas para la elaboración de, al menos, algunas
de sus obras/creaciones literarias.
Sin esta
cooperación, posiblemente ni uno ni otro hubieran podido escribir, dada su
circunstancia vital, la cantidad y la calidad de las obras que escribieron.
Cicerón, que era rico, se sirvió de los “servus
pecuniae”, Agustín, que era pobre y santo, de los “servus Christi”.
Se sabe que Cicerón
solía estar e ir acompañado/rodeado de un reducido grupo de cultos amanuenses,
generalmente ilustrados “esclavos” griegos, que le ayudaban en la ejecución de
sus obras literarias, escribiendo cuanto él les decía o dictaba, y proporcionándole,
incluso, las citas pertinentes de autores conocidos sobre el tema de
referencia/en cuestión. En su caso, la retribución no podía ser otra que el
dinero. De ahí que les llamemos “servus
pecuniae”.
Otro tanto parece
que acontecía en la elaboración de alguna de sus obras en san Agustín, pero con
la diferencia de que quienes le servían y prestaban ayuda, no lo hacían por
dinero -que el santo no tenía-, sino por su relación de fraterna amistad y de amor
compartido a Dios. De ahí que, en contraposición a los “servus pecuniae”, a estos podamos denominarlos “servus Christi”.
Este proceder no
debe extrañar a nadie, pues siempre se ha dado, y aún sigue dándose hoy en
día este oficio. ¿Quién, de hecho, no conoce
hoy obras literarias atribuidas a un autor, cuando se sabe que han sido
creadas/realizadas por otra persona? Hoy mismo, ¿no se editan y publicitan
muchas obras fruto de la cooperación explícita de no pocos autores? Naturalmente, hoy no se utiliza
con los sentidos que el término negrero ha llegado a tener de:
abusón, explotador, déspota, tirano, opresor..., sino, más bien, en el sentido
de voluntario colaborador literario.
Aunque,
en realidad, no haya desaparecido del todo en nuestra sociedad la figura del
negrero, hoy su oficio y malsonante apelativo han sido socialmente reemplazados
por el de colaborador. El colaborador es el profesional que libremente colabora
en la producción de una obra literaria, científica, técnica o gráfica. En
ocasiones esta participación puede ser tan relevante que, en realidad, el
colaborador puede pasar a convertirse en coautor
de la creación. Tanto la figura del colaborador como la del coautor, así como,
en cada caso, su respectiva remuneración, están hoy perfectamente definidas en
la correspondiente legislación de cada país.
Isaías
Díez del Río