lunes, 12 de marzo de 2018

EL COLABORADOR LITERARIO: DE CICERON A AGUSTIN



Hay personajes en la historia de vida tan atareada y obra literaria tan extensa y valiosa, que no es fácil comprender cómo poder compaginar esas dos situaciones y realidades personales.

Hay personajes, efectivamente, en la historia cuya obra literaria conocida es de tal magnitud y calidad, que no se explica fácilmente como resultado de una acción o empeño meramente individual. Es decir, que, para explicar esa creación, parece normal que hay que contar con la intervención de varias personas.

Tratándose, como es el caso, de creadores de destacadas obras literarias y de pensamiento, esa ayuda compartida, por referencia a denominaciones de denigrantes situaciones económicas históricamente pasadas, suele llevar, por parte de quien la presta, el nombre de negro, y a quien la utiliza y se aprovecha de ella, negrero.

Si recurrimos a Google se nos dirá que “la expresión es de origen francés -los ingleses usan el término ghostwriter, escritor fantasma- y surgió con la producción en masa de folletines en el siglo XIX, cuando se empezó a llamar négrier -negrero- al que firmaba y nègre -negro- a quien escribía”.

Respondiendo al título de esta reflexión, una visión volteriana de los personajes de nuestro intitulado nos lleva a poder calificar a nuestros prolíficos protagonistas –con perdón del santo- de “negreros”, en el sentido de que uno y otro se sirvieron, en alguna medida, de la ayuda de otras personas para la elaboración de, al menos, algunas de sus obras/creaciones literarias.

Sin esta cooperación, posiblemente ni uno ni otro hubieran podido escribir, dada su circunstancia vital, la cantidad y la calidad de las obras que escribieron. Cicerón, que era rico, se sirvió de los “servus pecuniae”, Agustín, que era pobre y santo, de los “servus Christi”.


Se sabe que Cicerón solía estar e ir acompañado/rodeado de un reducido grupo de cultos amanuenses, generalmente ilustrados “esclavos” griegos, que le ayudaban en la ejecución de sus obras literarias, escribiendo cuanto él les decía o dictaba, y proporcionándole, incluso, las citas pertinentes de autores conocidos sobre el tema de referencia/en cuestión. En su caso, la retribución no podía ser otra que el dinero. De ahí que les llamemos “servus pecuniae”.

Otro tanto parece que acontecía en la elaboración de alguna de sus obras en san Agustín, pero con la diferencia de que quienes le servían y prestaban ayuda, no lo hacían por dinero -que el santo no tenía-, sino por su relación de fraterna amistad y de amor compartido a Dios. De ahí que, en contraposición a los “servus pecuniae”, a estos podamos denominarlos “servus Christi”.


Este proceder no debe extrañar a nadie, pues siempre se ha dado, y aún sigue dándose hoy en día este oficio. ¿Quién, de hecho, no conoce hoy obras literarias atribuidas a un autor, cuando se sabe que han sido creadas/realizadas por otra persona? Hoy mismo, ¿no se editan y publicitan muchas obras fruto de la cooperación explícita de no pocos autores? Naturalmente, hoy no se utiliza con los sentidos que el término negrero ha llegado a tener de: abusón, explotador, déspota, tirano, opresor..., sino, más bien, en el sentido de voluntario colaborador literario.


Aunque, en realidad, no haya desaparecido del todo en nuestra sociedad la figura del negrero, hoy su oficio y malsonante apelativo han sido socialmente reemplazados por el de colaborador. El colaborador es el profesional que libremente colabora en la producción de una obra literaria, científica, técnica o gráfica. En ocasiones esta participación puede ser tan relevante que, en realidad, el colaborador puede pasar a convertirse en coautor de la creación. Tanto la figura del colaborador como la del coautor, así como, en cada caso, su respectiva remuneración, están hoy perfectamente definidas en la correspondiente legislación de cada país.

                                                         Isaías Díez del Río