Decíamos en anterior artículo
que el tema de la convivencia está estrechamente relacionado con el de la
ciudadanía, por ser el sujeto que convive un ciudadano (cives), es
decir, alguien que ha nacido o que vive en una
ciudad (civitas).
Como su mismo nombre indica, convivir
o vivir en compañía significa cohabitar, estar habitualmente en relación con
otras personas, personas que pueden pensar, creer y sentir de distinta manera
de la que uno piensa, cree y siente. Personas que, llevadas por su impulso
natural, tienden a actuar y a comportarse según su propio carácter, sus propias
creencias, costumbres y leyes, enfrentándose/contraponiéndose, de ese modo, su
actuar al actuar de los otros.
La convivencia evoca la
apertura al otro y el reconocimiento de la diversidad. La convivencia pacífica
es aceptar esa diversidad y - a partir y a través del diálogo, la tolerancia y
el respeto -, vivir en armonía y paz y, a ser posible, también en amistad con
los otros/diferentes. Convivir es amar y
respetar al otro, porque el otro es “otro yo”. Convivir, en definitiva, es
vivir en armonía y comunión con los otros/diferentes, respetando sus
diferencias.
Desde Aristóteles se viene
diciendo y reconociendo que el hombre es un ser
social, esto es, un ser cuyo hábitat natural es la comunidad (la polis/civitas).
Esta innata sociabilidad del ser humano llevó a Heidegger a definirlo en
nuestros días como “ser-con-los-demás” ,
e impulsó a Bonhoeffer a cristianizar
esa relación como “ser-para-los-demás”.
Pues bien, la situación de las relaciones de este hombre con los demás llevó a
decir en su día a Martín Luther King que “hemos
aprendido a volar como pájaros y a nadar como los peces, pero no hemos
aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos”.
En una recta convivencia se
manifiestan ese conjunto de valores o actitudes que Adela Cortina engloba dentro del concepto de “ciudadanía”[i].
Esos valores, ya mencionados en anterior artículo sobre la educación en la ciudadanía, que llevarían a una armoniosa y
pacífica convivencia son:
·
el
respeto, frente al menosprecio o
desprecio a las personas
·
la
igualdad, frente a la desigualdad
· la
integración, frente a la exclusión
·
el
diálogo, frente a la conflictividad
· la
tolerancia, frente a la
intransigencia
· la
solidaridad, frente al desinterés e
indiferencia
La tarea de armonizar la
relación del individuo con los otros y con la sociedad o comunidad, corresponde
básicamente a la educación. Es un
problema de educación, por aquello de que el hombre nace, pero por la cultura
se hace. O, lo que es lo mismo, el hombre nace, pero el ciudadano por la
educación se hace. La misión de la educación es lograr que aflore en ese
ciudadano lo mejor que tiene de verdadero, de bueno y de bello su condición
humana.
La institución escolar siempre
ha sido el instrumento o medio a través del cual la sociedad ha transmitido su
herencia identitaria de generación en generación. Si, por definición, el hombre
por naturaleza es un “ser social”, el objetivo primero y básico de la educación
será educar al hombre en la “sociabilidad” de lo verdadero, lo bueno y lo bello
que lleva en su humanidad. Parece obvio que el mínimo básico a desarrollar de
esa herencia es lo mejor y más positivo de la esencia humana, es decir, su
sociabilidad, su “convivencialidad” (Ivan Illich). Y todo, con vistas a crear
una armoniosa, pacífica y enriquecedora convivencia ciudadana en un mundo
múltiple y diverso.
La importancia de la educación
para la convivencia dimana, precisamente, del hecho de que, en cualquier
sociedad, cada individualidad o identidad personal forma parte de y se integra
en una identidad colectiva, siendo, por eso, necesario armonizar las
identidades individuales con la identidad común. Es la única manera de evitar
en la colectividad el conflicto social.
Aunque hay que recordar que, en este empeño, también deben estar
implicadas todas las demás instituciones sociales.
En la convivencia se
desarrolla y afianza la propia identidad, al verse confrontada con la identidad
de los demás. Pues la identidad –esa conciencia de sí mismo distinto de los
demás- se ejerce, se desarrolla y se potencia en la medida en que se afirma en
la diferencia, en la medida en que se reconoce la alteridad de los otros. No
solo se afirma, también se enriquece, pues le abre al individuo la posibilidad
de expresión de todas sus potencialidades. “Solo
viviendo en la colectividad –dijo ya Marx- consigue el hombre perfeccionar sus disposiciones en todas las
direcciones”.
Es obvio que, en un mundo globalizado,
tan importante como la armonía entre las identidades personales, y, entre éstas
y las respectivas grupales o colectivas, es la reconciliación y el
entendimiento entre las distintas identidades culturales, religiosas, étnicas,
etc. De hecho, en el panorama político mundial, éste es uno de los problemas
más graves que la humanidad tiene que afrontar en la actualidad. Hasta tal
punto es grave, que no faltan reconocidos analistas de la violencia en el mundo
actual, que afirman que “la paz, la
armonía y la justicia están, inextricablemente, relacionadas con el enfoque que
la humanidad adopte para resolver la cuestión de las identidades” (F.Wilfred).
Hoy, debido a la
aceleración del proceso de globalización, hay miedo a perder la identidad, y un
modo de responder a este miedo es su resurgimiento y rebelión en forma de
nacionalismo. No pocos de los conflictos internacionales actuales en el
fondo dimanan, de hecho, de la confrontación entre identidades culturales
diferentes.
Lo que aquí se ha expuesto,
para evitar el conflicto social en una determinada colectividad, sirve también
para aplicar entre las identidades de colectividades o grupos culturales y
religiosos diferentes. De ahí la importancia de la educación para la
convivencia en todas las culturas, religiones, y colectividades. Sólo así podrá
pronosticarse para el futuro una sociedad global en armonía y paz. Solo
entonces podrá proliferar en la sociedad el “ciudadano del mundo”.
Isaías Díez del Río