sábado, 1 de mayo de 2021

EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA

 Toda religión ofrece una explicación global/total del mundo y un sentido último a la existencia. Como en la religión, cualquier otra cosmovisión holística no religiosa también implica, en quien la posea y siga, una específica actitud frente al mundo y las realidades profanas acorde con esa cosmovisión. Es decir, de cada particular visión del mundo deriva una ética diferenciada, que motiva de modo diferenciado al hombre hacia la acción profana. Y en el actuar -recto o no recto- se funda la moralidad o no moralidad de los actos. 


   Cuando en una sociedad hay unidad cosmovisional, como suele suceder en las que predominan las cosmovisiones religiosas y culturales, hay también uniformidad ética. Al compartir todos los miembros del grupo las mismas certezas, todos comulgan en los mismos valores, de los que derivan las normas que orientan las acciones.

   Las éticas o morales culturales y religiosas evidentemente sólo conciernen a los clientes de esas culturas o religiones. No así la ética transcultural (J.A. Marina…) o ética civil (A. Cortina…) que, como fundada en la razón, trata de ser universal, es decir, trata de recoger y plasmar unos valores en los que coinciden/comulgan todos los ciudadanos, con independencia de sus particulares éticas o religiones. Existen valores comunes, como los “Derechos Humanos”, los “Derechos y Deberes” de los ciudadanos en el ordenamiento jurídico de cada sociedad, los Valores Sociales de la respectiva Comunidad política, así como otros valores consustanciales con la “Dignidad de toda Persona” humana…, que es necesario enseñar e inculcar a todos los ciudadanos. Y todos estos valores comunes a todos los ciudadanos al margen de su particular ideología o religión, son los contenidos de la “ética civil”. Y el proceso a través del cual los seres humanos aprenden e interiorizan las normas y los valores de una determinada sociedad y cultura específica es el proceso de socialización que comienza con la niñez y en la escuela.



   Esta ética integradora, como común, del pluralismo axiológico de la sociedad, es estrictamente racional y laica, es decir, es válida para creyentes y no creyentes, pues, aunque no hace referencia alguna a Dios, tampoco lo rechaza. Hoy, además de la ética religiosa (M. Vidal…) y la ética laica o cívica (A. Cortina, J. A. Marina…), existen también intentos de una ética laicista (E. Guisán) que, como su mismo nombre indica, es todo lo opuesto a una ética religiosa.



   La relevancia de la ética civil radica en que, al tratarse de una ética compartida, que permite la diversidad y respeta las diferencias, posibilita en la sociedad una convivencia cívica pacífica y armoniosa. De ahí la importancia de ser impartida/enseñada en la escuela. Porque la escuela no sólo debe enseñar o impartir conocimientos, sino también promover o enseñar valores comunes para vivir juntos o convivir pacíficamente en comunidad. Estos fueron, precisamente, los objetivos que se proponía la, en su dìa, controvertida asignatura “Educación para la ciudadanía” (2006) que, por ciertas cuestiones de carácter políticoreligioso, terminó por dejar de enseñarse. 

   La importancia de impartir esta materia en la niñez y la adolescencia radica en que la niñez y la juventud son el período vital en el que se desarrollan los procesos clave del aprendizaje y de la socialización del individuo. Y en un sistema educativo la impartición y calificación de la eticidad de los actos humanos corresponde a la asignatura de “Etica”. De ahí la actual demanda de esta materia en el nuevo sistema educativo de la “Ley Celaá”. 



   Aunque la ética es autónoma, no depende de la religión, no es fácil fundamentar una moral laica al margen de una instancia superior generalmente de carácter religioso. En el mundo occidental la ética y la religión han tendido durante mucho tiempo a caminar juntas, hasta tal punto de mover a Feuerbach a afirmar en su tiempo, con evidente exageración, que “la verdadera religión es la ética”. Aun hoy para las grandes mayorías sociales todavía sigue siendo la religión la fuente primera y mayor de los principios morales y cívicos de las sociedades democráticas. Para M. Vargas Llosa, por ejemplo, agnóstico confeso, “si hay algo que todavía pueda llamarse una moral, un cuerpo de normas de conducta que propicien el bien, la coexistencia en la diversidad, la generosidad, el altruismo, la compasión, el respeto al prójimo, y rechacen la violencia, el abuso, el robo, la explotación, es la religión, la ley divina y no las leyes humanas” (La civilización del espectáculo, p. 167).

 

                                                              Isaías Díez del Río

miércoles, 10 de marzo de 2021

RELIGIÓN E IDEOLOGÍA

 Al hablar de la relación de la religión, en este caso concreto cristiana, con las ideologías, hay que tener siempre en cuenta que, aparte de lo que el hecho religioso "es en sí" (what religión is), la religión tiene una "función" psicosocial (what religión does) muy similar a la función que puede desempeñar un sistema ideológico o cultural. Esta común funcionalidad  social, precisamente, es la causa que ha generado la frecuente confusión entre religión e ideología, y ha creado graves y dolorosas situaciones sociales, guerras incluidas.



Precisamente, por esta compartida función psicosocial, tanto  la religión como  los sistemas conceptuales/culturales e ideologías totalizantes podrían correctamente   definirse como "el intento por parte del hombre de dar de sí mismo y de su entorno, de su situación en el mundo (su Dassein, por em­plear el término heideggeriano), una interpretación significativa, es decir, no absurda, sino cargada de sentido y de significación”  (ESTRUCH). Una ideología, como una religión, conlleva “una imagen cognitiva y moral inteligible del universo, dentro del cual encuentra sentido la situación humana (SHILS). Es decir, tanto la religión como la ideología son cosmovisiones, que confieren sentido a la realidad y a la vida. Y lo que aquí se dice de la ideología, se dice también de los llamados “culturalismos”: esa tendencia de las concepciones o cosmovisiones culturales a convertirse en culto, degenerando en religión. La ideología es como una forma secularizada de la religión. La diferencia  entre una y otra está en que la respuesta de la ideología se fundamenta solo en la razón, la de la religión, en cambio, dimana y se apoya en la fe o revelación. 



Aunque entre fe cristiana (what religión is) e ideología humana hay diferencias sustanciales, aquí vamos a fijarnos solo en sus semejanzas (what religión does) y, por ello, sus posibles interferencias. Porque la relación que existe entre ideología y religión es, por muchas razones, inevitable. Tal vez la raíz habría que buscarla en la imperiosa necesidad que tiene la fe cristiana de proyectarse  e insertarse en formas cívicas y culturales, para poder expresarse, comunicarse y celebrarse. La fe, por otra parte, concierne e interpela al hombre creyente en el fondo de su ser, hasta el punto de configurarle una-específica-manera-de-ser. Esta manera de ser, necesariamente se trasluce o proyecta en una-particular-manera-de-actuar en el mundo, que por necesidad, en un creyente comprometido, ha de reflejarse en las propias convicciones últimas sobre la naturaleza, el origen y el fin del hombre y de la sociedad. 



Cuando un colectivo creyente pretende, mediante la acción política, im­poner en la sociedad en que vive un orden profano configurado  en base y conformidad con los principios emanados de su creencia, suele decirse que ese colectivo religioso está actuando de manera ideológica. También suele afirmarse que la religión actúa como ideología, cuando se identifica y, por tanto, justifica y legitima una determinada situación social, económica, po­lítica, cultural, científica..., que, como creaciones humanas que son, no pue­den nunca reivindicar una validez permanente y absoluta, como son los postulados esenciales de la fe.

Ha habido, ciertamente, circunstancias históricas en las que la religión ha actuado, en buena medida, de una y otra manera. Pero, ni de estos excepcio­nales casos, ni de ningún otro que pudiera acontecer, puede concluirse que la religión -cuya esencia y ámbito de realidad son radicalmente diferentes- es "en sí" una ideología. Aunque la creencia haya funcionado y funcione muchas veces de manera ideológica -sirviendo a intereses sea de domina­ción sea de liberación-, no todo en ella queda explicado por su funciona­miento ideológico (FIERRO). No queda, ni puede quedar expli­cado, porque "el cristianismo no es una ideología: ni inmanente, ni transmanente, ni trascendente" (RAHNER). 



Lo que realmente ha sucedido y puede seguir aconteciendo, cuando se habla, por ejemplo, de ideologías cristianas, es que, en determinadas cir­cunstancias, creencia e ideología pueden estar entre sí muy involucradas, bien porque las creencias religiosas entran a formar parte del entramado conceptual de una ideología, bien porque un elemento ideológico -surgido de la creencia religiosa- se impone preponderantemente sobre el resto de los elementos cognitivos y éticos de una determinada ideología. Pero, en cual­quier caso, "la creencia y la doctrina religiosa no constituyen nunca en rigor una ideología, sino sólo un elemento de la ideología, que comporta asimis­mo ingredientes no religiosos. Mejor que de ideologías religiosas habría que hablar de componentes religiosos de las ideologías" (fierro).

No puede negarse que por confundirse la esencia de la fe cristiana con las objeti­vaciones categoriales que la encubren, el cristianismo con relativa frecuen­cia ha actuado y, por ello, con no menor frecuencia, ha sido falsamente in­terpretado, como una de tantas ideologías. Pero la esencia de la fe cristiana, que radica en la "trascendentalidad" y la "gracia" o, si se prefiere, en la "gracia de la trascendentalidad", supera siempre y difiere sustancialmente de toda ideología, así como de todo sistema y concepción del mundo, por omnicomprensivos y liberadores que éstos sean. 



 Toda ideología, así como todo sistema y visión totalizantes del mundo, no dejan de ser nunca producciones humanas e intramundanas. La realidad, en cambio, de la fe cristiana tiene, como único principio y fin, a un Dios personal que, a pesar de amar incondicionalmente al hombre, es absolutamente trascendente. Y, como tal, su realidad no tiene nada que ver con las realidades de este mundo.

                                                                  
                                  Isaías Díez del Río

domingo, 22 de noviembre de 2020

A LA IDENTIDAD POR LA AMISTAD

No hay empresa de más alto rango ni de mayor importancia en la biografía de una persona, que el contar en su haber con una armónica y rica identidad personal. Porque, cuando ésta no se adquiere o se pierde, el ser humano se ve condenado a buscarla a través del reconocimiento y la aprobación de los demás. Esta extraversión para enterarme de quién soy, provoca en el individuo una angustiosa situación de radical inseguridad, que le imposibilita la consecución de la felicidad.


     El hombre nace, pero, luego, él personalmente se hace. La identidad, por eso, además de herencia es adquisición cultural. La identidad no es nunca una realidad terminada y estática, sino una realidad siempre inacabada y, por eso, continuamente haciéndose. Se construye a partir siempre de lo que nos adviene por nacimiento, que es preciso asumir, para, desde y sobre esa herencia, levantar el propio proyecto de la identidad personal al contacto con la realidad.

     Eso quiere decir que la naturaleza y la identidad del hombre es relacional. No se define a la persona como individuo aislado, sino como un ser-en-relación. El “yo” sólo es por referencia y relación al “tu”. La subjetividad, diría Husserl, no se descubre sino intersubjetivamente. Nuestra “mismidad” –ha escrito Maceiras- se ejerce en la medida en que reconozcamos la alteridad –los otros-, afirmando de identidad en la diferencia. La identidad, al establecerse y mantenerse en las relaciones interpersonales, es el fruto de un reconocimiento mutuo entre el individuo y la sociedad/comunidad a la que pertenece.


     Se entiende por identidad el nivel de autoconocimiento y de autoestima a que en cada circunstancia de nuestra vida hemos llegado, es decir, al conocimiento y aprecio o valoración que una persona en cada momento de su vida tiene de sí misma. Por eso, desde el aspecto objetivo “la identidad –según G. Rocher- es la definición que una persona puede darse a sí misma y a los demás de lo que ella es en cuento persona individual y social a la vez”. A nivel de conciencia subjetiva es el sentimiento de placer o disgusto –grado de autoestima- que la realidad expresada/reflejada en esa definición de la “mismidad” produce en el sujeto que la disfruta o padece.

     Si la identidad le adviene al individuo por el diálogo y la relación-con-los-demás, parece lógico pensar que cuantas más, más variadas, profundas y honestas sean las relaciones entre los integrantes de un grupo, tanto mayor y más desarrollada y enriquecida deberá estar la conciencia ética y social de los miembros de esa comunidad. 


     Y ¿qué relación puede tener la identidad con la amistad? Según los entendidos, las amistades -que no dejan de ser las relaciones más saludables de la vida- desempeñan una función esencial en el mantenimiento y refuerzo de nuestra propia identidad y autoestima. Esa función básicamente dimana del hecho de que la identidad – como se ha dicho- es relacional. No se define la persona como individuo aislado, sino como un ser en relación. La “mismidad” o “conciencia de sí” es imposible sin mediación del “otro”. El hombre se descubre como ser-con-los-demás antes que reconocerse como individuo aislado. Nuestra “mismidad” o identidad – se ha escrito - se afirma en la diferencia. 


     A diferencia de cualquier otra relación, practicar la amistad significa reconocer, respetar y apoyar al otro en su otredad y asumir su destino como propio, sin invadir sus propios proyectos. Es “fraternizar” las relaciones humanas, creando comunión en la diferencia. A diferencia de otras relaciones, esta “fraternización” de las relaciones, que proporciona la amistad, siempre protege, estimula y refuerza la identidad y la autoestima de las personas individuales.

     La amistad camina un paso por detrás del “amor de projimidad” cristiano. Así lo entendió San Agustín, en cuyo pensamiento y vida siempre caminaron juntos y hermanados el amor de amistad y el amor de projimidad. El restringido horizonte que marca el imperativo de la ética griega: “ama a tu amigo como a ti mismo”, lo amplía ilimitadamente el mandamiento de la ética cristiana convirtiéndole en “ama a tu prójimo como a ti mismo”, donde “prójimo” es cualquier persona, sea o no amiga, que aparece en tu camino. La amistad agustiniana, a diferencia, por eso, de la amistad aristotélica, es amor-deseo (eros) y también amor-don (ágape), porque es un deseo (eros) de dar y servir al prójimo, sin esperar recibir nada en cambio, ni ser servido (ágape). 


     En realidad cualquier respuesta que salga de y desde una actitud de auténtica amistad, necesariamente lleva la impronta de la comprensión, de la empatía o simpatía, de la tolerancia, de la cordial acogida, de la generosidad, del amor, en definitiva. Y todo esto ampara, alimenta y fortalece la propia identidad.

                                             

                                            Isaías Díez del Río

 

miércoles, 7 de octubre de 2020

CIENCIA, RELIGIÓN Y ÉTICA

Como en algún otro lugar, citando a un autor, hemos escrito, todo hombre, como toda civilización, persigue el Bien (Religión), la Verdad (Ciencia) y la Belleza (Arte), a través de la voluntad, la inteligencia y la sensibilidad. Para que haya, por eso, salud psíquica en el hombre, y salud cultural en la sociedad, se precisa que haya equilibrio y armonía entre estas diferentes potencias o capacidades humanas. Hubo un tiempo lejano en que existieron armónicamente fusionados en el hombre y en su cultura lo bueno, lo verdadero y lo bello. Con la llegada, sin embargo, de la Modernidad se separa lo verdadero (Ciencia) de lo bueno (Religión) y de lo bello (Arte); se separan inteligencia, voluntad y sensibilidad. Y esta separación, en el caso de la Ciencia y la Religión -que es entre las que mayor alejamiento se dio-, llega a convertirse en oposición. En el transcurso de la confrontación, la Ciencia terminó tornándose cientificismo, ideología que pretende sustituir en sus funciones a la religión.



    Con la modernidad, decimos, arranca el conflicto entre ciencia y religión, El advenimiento de la modernidad está ligado a la visión científica de la realidad. Al especificar una visión, se está indicando que existen otras posibles visiones de la realidad. Por ciencia se entiende una actividad de la inteligencia motivada por el deseo de conocer, y, a la vez, el conocimiento resultante de esa actividad. Este saber científico no es lo que pudiera calificarse de un saber sapiencial, aquel que considera los fines o sentido de la vida humana, el bien y el mal, el recto obrar, los juicios de valor..., y juzga todas las cosas por sus causas más altas o últimas; tampoco es un saber contemplativo, que escudriña el ser y/o verdad de las cosas en su dimensión espiritual/no material; ni tampoco un saber hermenéutico, que, como su nombre indica, busca el sentido a las cosas.


   El saber científico es un saber operativo, es decir, un saber orientado a la transformación del mundo. Esta tendencia congénita le hace cada día a la ciencia más inseparable de la técnica. Actualmente la interdependencia de las esferas científica y tecnológica es tal, que, así como la ciencia genera tecnología, ésta, a su vez, genera sus propias ciencias. Hoy ciencia y tecnología se relacionan e interaccionan recíprocamente hasta tal punto, que el avance del conocimiento científico se basa, en gran medida, en el auge de la tecnología.

 


    En cierto sentido, la armonía entre ciencia y religión no es tarea fácil. El órgano de la ciencia es la razón, el de la religión, en cambio, es la fe religiosa. De cualquier forma, por distintas razones y motivaciones,  la culpa de las desavenencias entre la ciencia y la religión hay que achacarlas tanto a los creadores de la ciencia como a los responsables de la religión. Desde mediados  del siglo XX, sin embargo, ha ido imponiéndose la idea de los que ya hablan de coexistencia y posible compatibilidad.  Bien planteado y entendido el problema, nunca debió haberse dado, efectivamente, el conflicto. Partiendo de un diseño inteligente del mundo, como debe hacerlo el creyente, lo único que hace la ciencia en sus intentos  es descubrir ese diseño divino oculto en el mundo desde el primer momento de la creación. Recurriendo a la teoría agustiniana de la creación, Dios creo todas las cosas en un único y mismo principio. A unas las creó con existencia real en el primer momento, es decir, en acto. A otras, en cambio, las creó en potencia, es decir, simplemente las dejó sembradas, esto es, con posibilidad de algún día poder germinar y existir. Son estas semillas que Dios sembró y esparció en el inicio  del mundo, las que la ciencia va descubriendo en el transcurso de la historia de la humanidad.


    Aunque teóricamente hoy no parece haber motivos infranqueables para enfrentarse la ciencia como tal con la religión, en la praxis, sin embargo, en nuestros días vuelve a hablarse de enfrentamiento. ¿Dónde radica  hoy fundamentalmente el desacuerdo? En la ciencia ética. Más concretamente, en la bioética. La ética es la ciencia normativa que estudia la bondad o maldad de los actos humanos. La bioética es aquella parte concreta de la ética que estudia la bondad o maldad de los actos humanos en relación con la vida. La ciencia responde a sus logros y  problemas con las luces de la razón, la religión, en cambio,  responde a esos mismos problemas con la luz de la fe religiosa. Y, de momento,  todavía no se ha llegado a lograr un  “consenso ético” o “universo moral” compartido, en el que  queden integradas las distintas cosmovisiones implicadas: la  científica y la religiosa.


    Parece obvio pensar que sólo la conjunción e integración y armonización de todos los distintos conocimientos, es capaz de proporcionarnos una visión total y armónica del hombre y del mundo. De ahí la importancia de buscar la armonía entre todos los conocimientos en el actuar humano. De volver a buscar, en definitiva, la armonía entre lo verdadero, lo bueno y lo bello.

 

                                                              Isaías Díez del Río

 

jueves, 30 de abril de 2020

LA AUTOESTIMA


La religión cristiana está llena de paradojas. Dice, por ejemplo, que hay que humillarse para ser exaltado, perderse para encontrarse, morir para vivir, y cosas por el estilo. Una de esas paradojas la encontramos ya en la formulación del primer mandamiento cristiano:” Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, y a tu prójimo, como a ti mismo”.


   Si ser cristiano es por esencia ser altruista, cristianismo y egoísmo son dos polos opuestos. En efecto, en una perspectiva cristiana, egoísmo y altruismo son actitudes que responden a valores antinómicos y antagónicos. No obstante, en la formulación de la esencia cristiana paradójicamente parece identificarse el amor a los demás (amor altruista) con el amor a uno mismo (amor egoísta), ya que se nos pone como referente del amor a los demás el amor a uno mismo. Como no es posible que haya contradicción en el mismo mensaje, esto nos lleva a pensar que, si el mandamiento supremo de la religión cristiana es el amor al prójimo, y la norma o medida de ese amor es el amor a uno mismo, por necesidad tiene que haber un especial y gran amor a uno mismo, que no es necesariamente egoísmo. 

   Los diccionarios suelen definirnos el egoísmo como un “inmoderado amor que uno tiene a sí mismo y que le hace ordenar todos sus actos al bien propio, sin cuidarse del de los demás”. (J. Casares), En este sentido, entendemos el egoísmo como un defecto o vicio que desvaloriza y descalifica al hombre que lo posee. El egoísmo, en cambio, del que trata el texto evangélico, es una cualidad que le ennoblece y plenifica, hasta el punto de ser puesto por Jesús como norma y parámetro para medir el grado y la calidad de nuestro amor a los demás. Expresamente nos dice que “amemos a nuestro prójimo como nos amamos a nosotros mismos”. ¿Qué es, entonces, este gran amor a uno mismo, que no es egoísmo, con el que debemos amar a nuestro prójimo? 

   Por principio tiene que ser amor. Parece también manifiesto que ese amor tiene que ser recto u ordenado. Hace mucho tiempo ya hablaba San Agustín del amor “recto/ordenado de sí mismo (probus amor sui)”, frente al “torcido/desordenado amor de sí mismo (improbus amor sui)”. Solo el recto u ordenado amor a uno mismo posibilita y condiciona el recto amor a los demás. Este sano amor a uno mismo es lo que hoy entendemos por autoestima. ¿Qué es  la  autoestima? 

   Como su mismo nombre indica la autoestima es lo que uno piensa y siente de si mismo, no lo que otros piensan o sienten sobre mí. Puede suceder, de hecho, que yo pueda satisfacer las expectativas de los demás sobre mí, pero no las mías. Y de lo que aquí se trata es de que yo, mi vida, responda a mis propias expectativas, no a las expectativas que los demás tienen sobre mí. 
   Esa autoestima puede ser positiva o negativa, correcta o falsa, alta o baja, etc. Aquí por supuesto, se habla sólo de la correcta y positiva, por ser ésta la única sana y saludable. La importancia de la autoestima estriba en que el concepto que tenga de mí mismo va a modelar mi destino. “Los dramas de nuestra vida –se ha escrito- son los reflejos de la visión íntima que poseemos de nosotros mismos”. Una sana autoestima es el fundamento de nuestra capacidad para responder siempre de manera activa y creativa a las oportunidades que nos ofrece la vida, así como la base de esa serenidad de espíritu que hace posible el disfrute de la vida. 

   De antiguo viene el proverbio “nemo dat quod non habet: nadie da lo que no tiene”. En efecto, ¿Cómo voy a transferir a los demás un amor que no tengo en mi ni para mí? “Sé amigo de ti mismo –escribió Tony de Mello- y tu yo te dejará en libertad para amar a tu prójimo”. Y muchos siglos antes nuestro Séneca nos dice: “sabed que cuando uno es amigo de sí mismo, lo es también de todo el mundo”. 
   La autoestima es, sencillamente, reconocer y apreciar las cualidades que tengo, aceptar las limitaciones que padezco, amar lo bueno y lo malo que poseo, y prestar solícita atención a las necesidades reales que en mi advierto/observo. Es saber evaluarse, y aceptar y amar el resultado de esa evaluación. Los antiguos griegos ya hacían consistir la felicidad en reconocer los propios límites y amarlos. Sólo a través de este autoconocimiento se llega al humanismo que brota del “homo sum et nihil humani a me elienum puto: hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno”. 

   La autoestima es siempre oblativa, es decir, solidaria. Y todo, porque el ser humano es relacional por naturaleza. Yo-soy-yo-en-relación-con-los-demás-y-con-lo-demás”. Por eso, como dice Erich Fromm, el amor a los demás y el amor a nosotros mismos no son alternativas opuestas. Todo lo contrario, una actitud de amor hacia sí mismos se hallará en todos aquellos que son capaces de amar a los demás”. 
   Si entre los ingredientes básicos de la autoestima está mi percepción al derecho de la felicidad personal, el amor a mi felicidad ha de llevarme a buscar y posibilitar la felicidad de los demás. Sólo así se explican y pueden entenderse expresiones como éstas: “desde que aprendí el placer de dar, no he dejado un solo día de ser totalmente feliz” (Vicente Ferrer). Como ya constató J,W, Goethe, “quien hace el bien desinteresadamente, siempre es pagado con usura”.
De todo lo dicho aquí parece concluirse que, entre el egoísmo y la solidaridad anida la autoestima, que corrige el egoísmo e impulsa a la solidaridad. No en vano se nos dejó escrito: “Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, y a tu prójimo, como a ti mismo”.

Isaías Díez del Río